Educar de niño a adolescente

Autor: Tomás Melendo Granados

Educar al niño y al adolescente, principios básicos

La actitud más conveniente con los chicos durante sus años inaugurales, desde el nacimiento hasta la adolescencia

En un artículo Diez principios y una clave para educar
correctamente expuse los principios que a mi modo de ver deben orientar la labor formativa de padres y profesores. Se trataba de preceptos fundamentales, que conviene tener en cuenta siempre, a lo largo de toda la labor educativa.

Ahora me propongo añadir otras ideas rectoras, menos universales, aplicables de forma exclusiva o predominante a las primeras etapas del crecimiento de nuestros hijos. Tampoco en este caso aspiro a ser exhaustivo. Pretendo tan solo «iluminar» con algunos breves fogonazos —

Educar al niño y al adolescente, principios básicos

casi a modo de estrellas fugaces— la actitud más conveniente con los chicos durante sus años inaugurales, desde el nacimiento hasta la adolescencia.

Comencemos, pues, distinguiendo tres fases en el desarrollo infantil: 1. Hasta la escolarización
· En el seno materno

Como han demostrado las técnicas más avanzadas, la educación del niño comienza incluso antes de su nacimiento. Ya en el útero percibe y resulta influido por los estados de ánimo de la madre: sobre todo por el cariño con que lo acoge o, si fuera el caso, por la ansiedad o incluso el rechazo que su gestación provoca. En consecuencia, los meses que vive en el seno materno son bastante decisivos para el despliegue de su carácter y personalidad.

Y, como insinuaba, lo que marca «la diferencia» es la serenidad y el gozo de la madre, influidos a su vez, y en ocasiones determinados, por la actitud del padre hacia su futuro hijo y por la delicadeza y el mimo con que trata a su esposa: los detalles de cariño más allá de lo habitual; el esfuerzo con que facilita su reposo, supliéndola si es preciso en tareas que de ordinario realiza ella; la comprensión y el apoyo incondicional ante las preocupaciones que, sobre todo las primeras veces, provoca el embarazo; los ratos tranquilos de reposada conversación e intercambio de opiniones; los «sueños» y «novelas» que forjan sobre el hijo que va a venir…

· Llantos y rabietas
Hacia los nueve meses de haber sido procreado, una vez que ve la luz del mundo, conviene

prevenirse ante un miedo excesivo a que el niño llore; no es necesario cogerlo inmediatamente en brazos y acunarlo. El llanto es parte de su lenguaje y hay que aprender a interpretarlo a tenor de las circunstancias. Puede tratarse de malestar, hambre o de incomodidad; pero también de impaciencia, de melancolía, de rabia o de capricho.

En este caso, aun cuando resulte muy difícil de aplicar, está vigente de un modo especialísimo la que puede considerarse como primera y más fundamental norma de toda educación: el bien del hijo es mucho más importante y debe ser tenido más en cuenta que el nuestro: que nuestra tranquilidad, que nuestra «buena conciencia», que la sensación de «estarlo haciendo bien» y poniendo todos los medios a nuestro alcance, que el hecho de evitarnos un mal rato…

Aplicado al caso concreto que acabo de mencionar, y con la prudencia que la situación exige, el «saber aguantar» durante algunos días el llanto del chiquillo, aunque sintamos que se nos parte el corazón, puede constituir uno de los bienes de más calibre que le otorgamos en esos primeros años:

a) porque el pequeño, al advertir —¡y lo advierte, aunque nos resulte difícil de creer!— que los padres no los toman en cuenta cuando no tienen un motivo justificado, eliminará esos lloros… saliendo él mismo a corto plazo beneficiado; y

b) porque los padres, liberados de las tensiones que esa excesiva atención genera, mantendrán la imprescindible y reconfortante calma y estarán más descansados y en mejores condiciones de transmitir al recién nacido esa misma tranquilidad y de atenderlo con paz y eficacia cuando verdaderamente lo requiera.

· Dejarle hacer… y crecer

A medida que se va abriendo al mundo, el niño experimenta una apremiante necesidad de moverse, de probar, de explorar, de comunicar. Esto reclama de los padres no poca paciencia.

Sin duda, para la madre, es más cómodo y menos «arriesgado» darle de comer, lavarlo, vestirlo…; pero entonces, en lugar de desarrollar el espíritu de iniciativa y la autonomía del pequeño, disminuye su autoestima, favorece su pereza, e incluso puede provocar la denominada oposición negativa: irritación, agresividad, o bien inseguridad, abulia, rechazo a crecer…: el niño está recibiendo el mensaje de que «no es capaz» de realizar unas acciones que realmente sí puede —¡y debe!— llevar a cabo por sí mismo.

En definitiva, los educadores han de saber adaptarse un tanto para que florezcan en el niño el gusto y la alegría de sentirse activo y útil. Lo cual constituye otro de los principios más radicales de la educación… también muy difícil de poner por obra, y que cabría enunciar así: lo que la persona que intentamos formar pueda hacer por sus propios medios, debemos permitir (o incluso exigir) que lo realice… aun cuando eso lleve consigo una cierta zozobra por nuestra parte, ante la inseguridad del resultado o incluso el descalabro que pueda originar; una aparente pérdida de tiempo, puesto que nosotros lo haríamos antes y mejor; un mayor esfuerzo, ya que resulta mucho más penoso —¡pero también más formativo!— enseñar a realizar algo («hacer hacer») que efectuarlo uno mismo, etc.

Solo ofreciendo «oportunidades de desarrollo» ponemos a nuestros hijos en condiciones de que efectivamente crezcan… y experimenten el sano orgullo de que no «están de sobra», sino que tienen una función en este mundo.

· Para superar el egoísmo

Es también tarea de los padres ayudar al niño a ir saliendo de su natural egocentrismo. A veces deberán soportar sus insistentes peticiones y retrasar el cumplimiento de lo que desee. De lo contrario, si ceden de inmediato a sus caprichos lo estarán preparando para una «insatisfacción crónica» de por vida.

Hoy en día no es infrecuente que los padres, muy ocupados por otros menesteres, «sustituyan» la atención personal a sus hijos por regalos y concesiones, anticipándose incluso a que ellos los soliciten. De esta suerte, en lugar de transmitirles la convicción de que son unos privilegiados y deben estar agradecidos porque, además de la vida, han recibido y reciben de continuo y gratuitamente muchos bienes de los que otros tantos niños carecen, creamos en ellos el convencimiento de que «tienen derecho a todo».

Y, así, no solo los transformamos en unos déspotas o pequeños tiranos, sino que cuando, con el correr del tiempo, les sean negados justamente privilegios o beneficios que en realidad no merecen, se sentirán tremendamente frustrados e incluso albergarán una especie de resentimiento universal ante esa sociedad que les niega sus «derechos». ¡Y no digamos nada si llegan a ser objeto de alguna auténtica injusticia…!

Otorgar al niño cuando es pequeño todos sus antojos, no enseñarle a privarse incluso de lo que a

veces le es necesario, equivale a destinarlo a un futuro de continuo desengaño, de infelicidad e incluso de depresión inducida.

· Fomentar su justa independencia

En los primeros años, la relación madre-hijo es un idilio de ternura, absolutamente imprescindible también para el bebé. Son ya muchos los experimentos que prueban que los niños que crecen al amparo de sus madres, incluso en situaciones límite como podría ser una prisión, se desarrollan mejor desde el punto de vista físico y psíquico que aquellos otros atendidos por especialistas en las mejores condiciones materiales… pero privados del calor y la ternura que solo una madre puede aportar.

Sin embargo, a medida que el niño crece también la relación debe cambiar: con el paso del tiempo la madre ha de modular su insaciable deseo de mimos, besos y caricias… y nunca, si se

diera el caso, intentar sustituir las injustísimas desatenciones de un marido rutinario y apoltronado por las del hijo: el amor a este solo puede ejercer plenamente sus funciones beneficiosas cuando es el resultado y la prolongación del que los padres se tienen entre sí.

Por otro lado, si no sabe controlarse, la madre puede hacer que más tarde sus hijos se sientan insuficientemente queridos, pues las carantoñas que de críos les satisfacían ahora les resultan incluso molestas. Y que desarrollen a su respecto una actitud ambigua, pero siempre negativa:

a) por un lado, no son capaces de separarse de ella y valerse por sí mismos; y
b), por otro, al percibir que le resultan indispensables, la tiranizan y la maltratan. 2. Los primeros años de escuela
· «Ya voy a la guardería»

La entrada en el colegio o la guardería puede representar un momento delicado en la vida del niño y repercutir sobre el futuro rendimiento escolar. No es raro que los padres vivan el comienzo de las clases del chico con ilusionada satisfacción, como el inicio de una gran carrera (y a veces como una «liberación» de los cuidados del niño, que les roba parte de su tiempo). Pero el chiquillo tal vez la vivencie como la salida de su incontrastado reino infantil. La consecuencia puede ser un rechazo claro e inconsciente, que en ocasiones se manifiesta en aparente retraso o en concretas incapacidades escolares.

Los padres han de saber conjugar con prudencia el incremento de las atenciones al chico, que en ningún caso debe sentir que ha sido abandonado, y la fortaleza para hacerle comprender que inicia una nueva etapa y para que la viva con todas sus consecuencias, evitando las concesiones indulgentes («hoy hace frío, mejor que no vayas a la escuela», «la profesora no te trata bien»,

«tus compañeros son malos»…), que nacen de una malentendida compasión y ningún bien originan al chiquillo.

· Compartir sus experiencias

En cualquier caso, es oportuno hablar a los niños del colegio o del jardín de infancia antes de que comiencen a asistir a él, pero sin el exceso de énfasis que lo convertiría en un suceso de vital importancia… incrementando las repercusiones negativas que a veces (¡no es necesario que ocurra!) ese cambio puede provocar.

Más bien, con picardía y mano izquierda, habría que lograr que los críos lo deseen como una fuente de satisfacciones y de intereses y nuevos logros: conocer a futuros amigos, aprender cosas que hasta el momento no sabían, desarrollar habilidades antes inexistentes, empezar a

«ser mayores» porque ya son capaces de valerse por sí…
Salta a la vista el error de utilizar la escuela como advertencia correctiva, diciendo por ejemplo, «¡Me gustaría verte cuando estés en el colegio, entonces sí que te harán portarte como debes!». No solo se haría muy difícil que los chicos sintieran atracción hacia aquello que aún desconocen, sino que los padres que así razonan estarían minando de raíz su propia autoridad y ascendencia.

· No dejar de ser padres

Resulta muy conveniente conocer el colegio de nuestros hijos junto a ellos y acompañarles en las emociones que experimentan. Asimismo es importante, dentro de las posibilidades de cada familia, escoger bien el centro educativo.

Entre los criterios de elección, hoy más que nunca resulta vital la existencia de un clima lo más recto (y cristiano) posible, propicio para el desarrollo humano y espiritual de los chicos: pero sin

olvidar jamás que ni siquiera el mejor de los colegios exime a los padres de su compromiso y actuación educativa: conocer bien a sus hijos, tratarlos, orientarlos o re-orientarlos…

De hecho, uno de los factores que mayor daño está causando en las nuevas generaciones es la actitud combinada de:

a) unos padres que, con más o menos conciencia y voluntariedad (y de ordinario por dejadez presuntamente «justificada» por la falta de tiempo), reniegan de su condición de educadores natos e insustituibles, siempre responsables del desarrollo de sus hijos; y

b) ciertos gobiernos que se arrogan el derecho de educar como algo propio —no delegado de los padres—, y manipulan la educación con fines de partido… a veces en oposición neta a los ideales y convicciones de las familias que les han encomendado a sus hijos, incluso en temas —como la educación religiosa o de la sexualidad— de exclusiva competencia paterno-materna.

· Mostrarse disponibles

También en esta etapa, para conocer bien al niño, además de observarlo, hay que conversar con él, lo cual implica auténtica y no fingida disponibilidad… aunque esto implique un recorte de nuestros caprichos, de nuestro merecido descanso, o incluso de nuestro trabajo (no, sin embargo, salvo en situaciones muy excepcionales, de la atención debida al otro cónyuge… que acabaría por repercutir negativamente en el propio niño) .

No será tiempo perdido que la madre ¡y el padre! dediquen de vez en cuando un rato por las noches a hablar con el hijo una vez acostado. A menudo, estos momentos favorecen la confidencia. Escuchad sus preguntas, acaso inesperadas, sin nerviosismos o deseos de superar cuanto antes el mal trago.

Intentad responder con gracia y pertinencia, aprovechando la ocasión para reforzar el nexo afectivo que lo anime más tarde, cuando se presenten dificultades y problemas mayores, a dirigirse a vosotros con confianza. O simplemente cantad juntos, contaos chistes y divertios, pues el clima de alegría y buen humor es una de las claves más determinantes en la educación y en la buena marcha de cualquier familia.

· La tele y otros «intrusos»

Una vez en este punto, no cabe olvidar un personaje importante de la «familia», de enorme incidencia educativa: la televisión y todos sus «derivados o sucesores», como el ordenador, Internet, las videoconsolas…
Personajes que nos invaden, que ejercen una fuerte sugestión y tienden a aislar al espectador, provocando incluso enfermedades psíquicas ya bien comprobadas y, en cualquier caso,

alejándolo de la realidad concreta en que de hecho se mueve.

Multitud de estudios ponen de manifiesto los daños causados por el excesivo protagonismo de la televisión, en especial entre los niños. Son corrientes las quejas de los padres ante el influjo negativo que estos y otros medios, que las modas y los usos sociales… ejercen sobre sus hijos.

Sin embargo, habría que tener en cuenta una «ley» casi física: el ambiente exterior «entrará» en el hogar en la proporción exacta en que nosotros lo dejemos vacío; por el contrario, si sabemos llenar nuestra vida de familia, resulta prácticamente imposible que en ella «se cuele» nada inconveniente, por la sencilla razón de que no quedará espacio libre…

De ahí que los padres, sabiendo aprovechar también cuanto de positivo ofrece la nueva tecnología, deban en primer término llenar el hogar no sólo de cariño, sino de actividades mucho más provechosas, atrayentes y educativas que las que nos ofrecen de ordinario esos otros medios: excursiones en común, tertulias amenas y formativas, «clubes» de papiroflexia, de

juegos de manos, de lectura o teatro, juegos entre los hermanos o con sus amigos… y un largo etcétera, que depende de las habilidades y aficiones de cada cual.

Claro que todo ello requiere esfuerzo y dedicación por parte de los padres, mientras que instalar a los chicos delante de la tele o la videoconsola los deja en libertad para dedicarse a sus cosas… o para instalarse también ellos delante de la caja boba o del ordenador.

Por eso, y porque la atracción de tales medios es muy fuerte, los padres —además de dar ejemplo de sobriedad en su uso— han de ejercitar una cierta disciplina y vigilancia, evitando sobre todo que los breves momentos de vida familiar de las comidas sean sacrificados al pequeño ídolo de la televisión, eligiendo los programas más convenientes y estableciendo un horario o alguna otra regla práctica para la utilización de la tele y aparatos similares.

Por otro lado, a medida que los hijos crezcan, les ayudará el cultivar su sentido crítico, su sensibilidad ética y su buen gusto, hablando juntos de los programas, juzgándolos y seleccionándolos mediante un intercambio de ideas que, en lugar de sustituirlo, estimule el diálogo familiar.

3. La adolescencia

· ¡Llegó el momento tan temido!

El día en que el niño más afectuoso, bueno y simpático se torne arisco, rebelde, insolente, contradictorio e insoportable, no hay ni que asustarse ni que preguntarle por qué actúa de ese modo, ni que llevarlo al médico. Simplemente hay que caer en la cuenta de que ha entrado en la pubertad, edad ciertamente crítica… «sobre todo para los padres».

Digo esto con cierta ironía, pero con total convencimiento. El hecho de que en mi hogar haya

habido hasta siete adolescente —¡seis de ellos simultáneos!—, junto con la observación de lo que ocurre en familias amigas, me ha conducido a advertir con claridad que, por decirlo de manera un tanto paradójica, la adolescencia está «pensada» sobre todo para que los padres maduremos, crezcamos como personas y, en definitiva, avancemos en el camino de la santidad, más fiados en Dios que en nuestras propias fuerzas.

Sobre todo cuando, en buena parte como fruto de nuestro empeño, los hijos han llevado una vida que nuestros amigos califican como «ejemplar», el ver que al llegar a cierto tramo del camino parece que «se nos van de las manos» y empiezan a adoptar actitudes que no son de nuestro gusto, constituye un medio eficacísimo para «devolvernos a nuestro sitio»: sobre todo, para descubrir de veras —y no solo en teoría— que es Dios el auténtico forjador de su carácter y para abandonarnos en Sus manos, sabiendo que Él los quiere mucho más y mejor que cualquiera de nosotros.

Aclarado lo cual, hay que reconocer que la adolescencia acarrea también problemas al chico y a la chica. Pero tal vez convenga tener en cuenta que, para ellos, está llena de fascinación, además que de malestar y molestias; de expectativas, además que de inseguridades; de sueños, además que de temores… En cualquier caso, cuidémonos mucho de olvidar que todos los chicos y las chicas tienen derecho a llegar a ese periodo y «navegar y naufragar» durante un tiempo en él… como asimismo hemos llegado —y hemos salido— cada uno de nosotros.

· Un periodo de crecimiento
La transformación de esos años es a la vez fisiológica y espiritual.

En esa edad se cae en la cuenta de ser «persona», dotada de vida interior; se descubre y se escruta la propia intimidad con la fascinación y el temor con que se explora un territorio nuevo,

que además nos pertenece por completo. De aquí la extrema atención del adolescente hacia su «yo» que puede parecer egoísmo y narcisismo.
Todo lo cual, con independencia de los inconvenientes que de ordinario lleva aparejados, es fundamentalmente positivo.

Como veremos de inmediato, el chico o la chica están alcanzando por ver primera, en el ámbito psicológico y ético, la estricta condición de persona… aun cuando de un modo todavía muy imperfecto y repleto de zozobras y ambigüedades.

Vale la pena no perder de vista esta perspectiva, lo mismo que el carácter normalmente pasajero de esta etapa, si queremos eliminar dramatizaciones que solo conseguirán hacer más oscura y dolorosa la senda que nuestros hijos están transitando.

· Dejando de ser niños… para comenzar a ser «otra cosa»

Por lo común, la adolescencia comienza a los once o doce años para las chicas, y uno o dos años más tarde para los chicos, y dura de dos a cuatro años. Aunque en la actualidad, y sobre todo en algunos lugares, tiende a adelantar su comienzo… y a retrasar su término, hasta el punto de que se han vuelto comunes expresiones como «eternos adolescentes», padres y madres… o incluso abuelos que no han abandonado esa condición.

De ordinario, según apunté, se trata de una crisis de crecimiento y emancipación: todo en el adolescente le impulsa a no seguir siendo ese niño que hasta ahora los suyos conocían, pero tampoco desea ser un adulto según los modelos que tiene frente a él: rechaza ser como se querría que llegara a ser, y teme transformarse en un ideal que de hecho anhela al tiempo que desconoce. Por eso intenta, antes que nada, «no ser».

De ahí el espíritu de contradicción, que es en el fondo la única posible forma provisional de ser

algo completamente nuevo… que no sabe bien qué es. Por eso el adolescente puede rechazar de los adultos hasta las más mínimas observaciones, consejos, peticiones de información sobre sus actividades, juicios sobre su comportamiento: en todo siente la amenaza de ser definido y él querría ser indefinible.

· … y acabar siendo ellos mismos

Existe, sin embargo, otra razón de fondo y tremendamente positiva para ese repudio universal. Hasta el momento, con los matices pertinentes, el chico o la chica se han guiado por lo criterios paterno-maternos o, en todo caso, exteriores a ellos.

Mas obsérvese bien: el único modo de que tales normas lleguen a ser propias —cosa del todo necesaria para una existencia adulta y responsable— es recusar por completo todo aquello que

se considera ajeno e impuesto, para construir y apropiarse su personal escala de valores.

Por lo común, si desde el nacimiento hasta el momento de la crisis la educación del chico ha sido la adecuada, si ha habido diálogo e interés real por parte de los padres, si se ha huido de la imposición arbitraria y razonado los motivos de cada comportamiento… el joven acabará adoptando como propias —en el más hondo sentido de la expresión— unas directrices similares a las de su familia, aunque mucho más maduras.

De lo contrario, resulta difícil prever en qué puede desembocar todo el proceso. De ahí que convenga prestar atención a dos verdades muy serias, pero que expresaré con un toque de humor:

a) ningún hijo «nace» adolescente; tenemos al menos diez años antes de la etapa temida para ganarnos su amistad y poner las bases de una personalidad sana y coherente;

b) en los tiempos que corren, ningún padre debería preocuparse gravemente por un hijo hasta que, pasada la barrera de los cuarenta, aún no hubiera sentado cabeza.

· ¿Contradictorios e incomprensibles?

Dando un buen salto atrás, la edad fronteriza de la adolescencia suele ir acompañada de un humor inestable y de irritabilidad: casi ningún adolescente se encuentra a gusto, antes que nada, con la persona que le resulta más cercana e inevitable: él mismo.

Por otro lado, las manifestaciones externas de cariño por parte de los mayores parecen molestar al adolescente, que se siente tratado como un crío, pero al mismo tiempo es muy susceptible respecto a cualquier falta de atención o muestra de indiferencia: casi sin advertirlo, proyecta sobre la actitud de los adultos el concepto empobrecido y ambiguo que tiene de sí mismo.

En su pretensión de ser esa persona mayor que aún ignora, se defiende de la propia sensibilidad y de la necesidad de ternura ostentando dureza y cinismo.

Ya no es la edad de las grandes amistades, sino del grupo: parece que solo en él, entre sus semejantes, interpretando todos el mismo papel con tácita complicidad, se siente seguro.

· Lo que podemos hacer

a) Crecer nosotros mismos. Una vez que se toma conciencia de todo esto, ¿cómo comportarse con un adolescente para poder vivir juntos y ayudarle?

Ante todo con mucha más madurez que él. Como aplicación muy concreta de lo que antes sostenía —que la adolescencia está pensada más que nada para los padres—, cuando el

muchacho o la muchacha cambia nosotros no podemos quedarnos atrás: debemos cambiar con ellos, pegar un auténtico estirón, dar un salto de calidad.

Si el adolescente ya no quiere salir con nosotros, si comienza a mostrarse cerrado y molesto, es menester que nuestra presencia se haga más discreta y, sobre todo, evitar cualquier reproche por no ser ya cariñoso o simpático… «¡cómo cuando eras más pequeño!».

Habrá que estar atentos y tener detalles con él, pero sin hacerlos pesar ni darle nunca la impresión de que se le vigila o se está mendigando su cariño. Es normal que no venga a mostrarnos su intimidad. De nada sirve decirle que se abra, que la madre o el padre son sus mejores amigos. Habrá que buscar las ocasiones de diálogo y de confidencia —habitualmente muy breves, circunstanciales y esporádicas— pero sin jamás forzarlas.

b) Y ayudarles a crecer. El justo deseo de autonomía que se desarrolla en el adolescente debe ser bien apreciado y favorecido, sin demasiado miedo, aunque también sin confundir autonomía con ausencia de lazos.

Para él es importante sentir que goza de nuestra confianza, que se le estima. Los padres, por otro lado, no han de presuponer en su comportamiento una intención malévola que en realidad no existe, siendo más bien fruto del mismo desconcierto del chico.

De ordinario, no es oportuno suprimir las causas de su inseguridad o de sus preocupaciones, resolviéndole nosotros sus problemas. A menudo una ayuda no necesaria significa de hecho una limitación y una humillación para quien la recibe.

El resultado sería un aumento de su ambivalente y nunca voluntariamente manifestada sensación de insuficiencia, que le impediría aprender por medio de su experiencia personal. Por

eso, cuando se estime oportuno proporcionarle un apoyo extra, es bueno que él busque junto con vosotros la solución y se sienta responsable de lo decidido.

Actuando de esta forma, la adolescencia, en la que no cabe evitar sobresaltos y turbulencias, podría muy bien transcurrir sin esos «visos dramáticos» que a menudo la acompañan… y culminar con una maduración nada traumática y bastante definitiva del chico o de la chica.

Tomás Melendo Granados

Catedrático de Filosofía (Metafísica) Director Académico de los Estudios Universitarios sobre la Familia Universidad de Málaga (UMA), España

Arrepentimiento y perdón

Arrepentimiento y perdón

Por monseñor José Ignacio Munilla, obispo de San Sebastián

SAN SEBASTIÁN, sábado, 19 de marzo de 2011 (ZENIT.org).- Publicamos el mensaje que ha escrito monseñor José Ignacio Munilla, obispo de San Sebastián, en esta Cuaresma sobre el «arrepentimiento y perdón».

 

 

 

* * *

 

 

 

En este tiempo de Cuaresma la Iglesia reitera la llamada de Jesucristo en el inicio de su ministerio en Galilea: «Convertíos y creed en el Evangelio» (cf. Mc 1, 15). Afortunadamente, en nuestros días el concepto de «conversión» goza de una notable salud, en la medida en que es entendido como una reorientación positiva de nuestras opciones personales. Por el contrario, existe una indisimulada alergia hacia el concepto de «arrepentimiento», por cuanto la autoinculpación suele ser percibida como un retroceso al pasado, contradictorio con la mirada al futuro, incluso como una humillación.

Ahora bien, ¿es posible la «conversión» sin el «arrepentimiento» del mal cometido? La pregunta podría parecer superflua, ya que la respuesta negativa es obvia. Sin embargo, cuando la Iglesia ha predicado la importancia del arrepentimiento por la violencia generada en nuestro pasado reciente, hemos escuchado con perplejidad algunas voces que afirman que en el Evangelio, el perdón de Jesucristo en ningún caso está condicionado al arrepentimiento del pecador. Se trata de una devaluada interpretación del Evangelio, según la cual el anuncio del amor de Dios a todos -buenos y malos-, así como el mandamiento de Cristo de perdonar a nuestros enemigos, habría que entenderlos en el sentido de una declaración de indulto colectivo, independiente de todo posible arrepentimiento o cambio de vida.

En primer lugar, es muy importante leer el Evangelio en su integridad, sin caer en la tentación de seleccionar las palabras de Jesucristo según nuestra conveniencia. En efecto, el mismo Jesús que dijo «amad a vuestros enemigos» (Mt 5, 44), afirmó igualmente: «Si no os convertís, todos pereceréis» (Lc 13, 3). La parábola de la higuera estéril, en la que se plantea la cuestión de si se debe arrancar la higuera que no da fruto, concluye integrando la misericordia y la justicia de Dios: «Señor, déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto. Si no, el año que viene la cortarás» (Lc 13, 8-9).

Por lo tanto, no es cierto que el perdón no esté condicionado al arrepentimiento. Una cosa es el amor incondicional de Dios anunciado por Cristo; y otra muy distinta, que ese amor sea acogido o rechazado por cada uno de nosotros, según la propia conversión u obstinación. Dicho de otra forma: el arrepentimiento es la apertura del hombre al perdón de Dios. Por el contrario, la falta de arrepentimiento es el rechazo del perdón de Dios.

La presentación del amor incondicional de Dios, a modo de un indulto general indiscriminado, no solamente choca con los abundantes pasajes evangélicos que hablan de la posibilidad real de la perdición del hombre (cf. Mt 25, 31ss); sino que tampoco se compagina con la imagen de un Dios que respeta la libertad y la dignidad del hombre. Decía San Agustín: «El que te creó sin ti, no te salvará sin ti». Es decir, siendo cierto que la voluntad de Dios es que todos los hombres se salven, sin embargo, para ello es necesario que cada uno coopere libremente, abriéndose a la gracia de la conversión. No olvidemos que Cristo crucificado ofrece su perdón incondicional a los dos ladrones que compartían su suplicio; pero mientras uno de ellos acoge su misericordia con un profundo arrepentimiento, el otro la rechaza reafirmándose en su obstinación, (bien entendido que a nosotros no nos corresponde juzgar el destino eterno de aquel ladrón).

El error teológico del que estamos tratando, tiene a mi juicio una cierta influencia protestante. Mientras que Lutero subrayaba que la salvación se alcanzaba por la «sola fides» (es decir, exclusivamente a través de la fe), el Concilio de Trento le respondía afirmando que la justificación del hombre requiere de la fe y de las buenas obras. Es muy ilustrativo el ejemplo que utilizó Lutero para explicar la justificación del hombre ante Dios: «De la misma forma en que la nieve cubre de blanco el montón de estiércol que está en medio del campo, así también la misericordia de Dios cubre la muchedumbre de nuestros pecados con su manto…». Sin embargo, los católicos creemos que la gracia de Dios no se limita a «tapar» el estiércol, sino que produce el milagro de la sanación y santificación de nuestra condición pecadora. (Cabe matizar que en los últimos años se han dado grandes avances en esta cuestión, dentro del diálogo ecuménico con los protestantes).

Pero vamos a ser claros, porque todos somos conscientes de que si hoy estamos debatiendo esta cuestión, desgraciadamente no es porque hayamos entrado en la Cuaresma, sino por la aplicación política que se pretende extraer de la disociación entre perdón y arrepentimiento. La Iglesia no tiene ninguna intención de entrar en el terreno reservado a la legítima pluralidad política; pero tampoco puede permanecer callada cuando el Evangelio es deformado y puesto al servicio de las diferentes ideologías.

Me limito a añadir que la llamada al arrepentimiento para poder acoger el perdón, no es solamente una doctrina específica de los cristianos, sino que también está fundada en una ética natural, aplicable a todo ser humano. La práctica totalidad de los sistema judiciales, supeditan la aplicación de determinadas medidas de gracia a las muestras de arrepentimiento de los delincuentes. Lo contrario no sería ni justo, ni evangélico. De hecho, cuando aceptamos que las penas privativas de la libertad en un estado de derecho no deben tener una finalidad meramente punitiva, sino que también han de estar orientadas a la reeducación y a la reinserción social, estamos reconociendo implícitamente este principio.

Tampoco debemos olvidar que aunque la conversión cristiana requiere del arrepentimiento, lo supera ampliamente: La conversión conlleva la apertura al don de la misericordia, la cual nos permite amar a todos -incluso a nuestros enemigos- con el mismo amor de Cristo. ¡Qué gran ocasión tenemos esta Cuaresma de abrirnos a la gracia de la conversión en el sacramento de la Penitencia! Es ahí donde recibimos el don de «nacer de nuevo» (cf. Jn 3).

Aprender a ser padres

Autor: Tomás Melendo Granados

Diez principios y una clave para educar correctamente

Un memorándum, el más accesible y concreto posible, de los principales criterios y sugerencias sobre «el arte de las artes», como ha sido llamada la educación

Padre y madre son, por naturaleza, los primeros e irrenunciables educadores de su hijos. Su misión no es fácil. Está llena de contrastes en apariencia irreconciliables: han de saber comprender, pero también exigir; respetar la libertad de los chicos, pero a la vez guiarles y corregirles; ayudarles en sus tareas, pero sin sustituirlos ni evitarles el esfuerzo formativo y la satisfacción que el realizarlas lleva consigo…

De ahí que los padres tengan que aprender por sí mismos a serlo… y desde muy pronto. En ningún oficio la capacitación profesional comienza cuando el aspirante alcanza puestos de relieve y tiene entre sus manos encargos de alta

responsabilidad. ¿Por qué en el «oficio de padres» debería ser de otra forma? ¿Acaso porque se trata más de un arte que de una ciencia? De acuerdo; pero en ningún arte bastan la inspiración y la intuición; es menester también instruirse, formarse.

En cualquier caso, aprender este «oficio» no consiste en proveerse de un

Diez principios y una clave para educar correctamente

conjunto de recetas o soluciones ya dadas e inmediatamente aplicables a los problemas que van surgiendo. Tales recetas no existen. Existen, por el contrario, principios o fundamentos de la educación, que iluminan las distintas situaciones: los padres deben conocerlos muy a fondo, hasta hacerlos pensamiento de su pensamiento y vida de su vida, para con ellos encarar la práctica diaria.

Teniendo esto claro, y sin demasiadas pretensiones, ofreceré un memorándum, el más accesible y concreto posible, de los principales criterios y sugerencias sobre «el arte de las artes», como ha sido llamada la educación.

— Tres consejos de primer orden.

1) La primera cosa que los padres necesitan para educar es un verdadero y cabal amor a sus hijos.

Según escribe G. Courtois en El arte de educar a los muchachos de hoy, la educación requiere, además de «un poco de ciencia y de experiencia, mucho sentido común y, sobre todo, mucho amor». Con otras palabras, es preciso dominar algunos principios pedagógicos y obrar con sentido común, pero sin suponer que baste aplicar una bonita teoría para obtener seguros resultados.

¿Por qué? Entre otros motivos, porque «cada niño es un caso» absolutamente irrepetible, distinto de todos los demás. Ningún manual es capaz de explicarnos ese «caso» concreto. Hay que aprender a modular los principios a tenor del temperamento, la edad y las circunstancias en que se encuentren los hijos. Y solo el amor permite conocer a cada uno de ellos tal como es hoy y ahora y actuar en consecuencia: aun concediendo la parte de verdad que encierra el dicho de que «el amor es ciego», resulta mucho más profundo y real sostener que es agudo y perspicaz, clarividente; y que, tratándose de personas, solo un amor auténtico nos capacita para conocerlas con hondura.

De hecho, será el amor el que enseñe a los padres a descubrir el momento más adecuado para hablar y para callar; el tiempo para jugar con los niños e interesarse por sus problemas sin someterlos a un interrogatorio y el de respetar su necesidad de estar a solas; las ocasiones en que conviene «soltar un poco de cuerda» y «no darse por enterados» frente a aquellas otras en que lo que procede es intervenir con decisión e incluso con resuelta viveza…

Y, según decía, en todo este difícil arte los padres resultan insustituibles. Un matrimonio muy agobiado por su trabajo profesional buscaba en una tienda de juguetes un regalo para su niño: pedían algo que lo divirtiera, lo mantuviese tranquilo y, sobre todo, le quitara la sensación de estar solo. Una dependiente inteligente les explicó: «lo siento, pero no vendemos padres».

2) La primera cosa que el hijo necesita para ser educado es que sus padres se quieran entre sí.

«Hacemos que no le falte de nada, estamos pendientes hasta de sus menores caprichos, y sin embargo…».

Expresiones como ésta las oímos a menudo, proferidas por tantos padres que se vuelcan aparentemente sobre sus hijos —alimentos sanos, reconstituyentes, juegos, vestidos de marca,

vacaciones junto al mar, diversiones, etc.—, pero se olvidan de la cosa más importante que precisan los críos: que los propios padres se amen y estén unidos.

El cariño mutuo de los padres es el que ha hecho que los hijos vengan al mundo. Y ese mismo afecto recíproco debe completar la tarea comenzada, ayudando al niño a alcanzar la plenitud y la felicidad a que se encuentra llamado. El complemento natural de la procreación, la educación, ha de estar movido por las mismas causas —el amor de los padres— que engendraron al hijo.

Desde hace ya bastantes siglos se ha dicho que, al salir del útero materno, donde el líquido amniótico lo protegía y alimentaba, el niño reclama imperiosamente otro «útero» y otro «líquido», sin los que no podría crecer y desarrollarse; a saber, los que originan el padre y la madre al quererse de veras.

Por eso, cada uno de los esposos debe engrandecer la imagen del otro ante los hijos y evitar cuanto pueda hacer disminuir el cariño de éstos hacia su cónyuge. Desde que los críos son muy pequeños, además de manifestar prudente pero claramente el afecto que los une, los padres han de prestar atención a no hacerse reproches mutuos delante de ellos, a no permitir uno lo que el otro prohíbe, a evitar de plano ciertas aberrantes recomendaciones al niño: «esto no se lo digas a papá (o a mamá)», etc.

3) Enseñar a querer.

Como acabamos de ver, el principio radical de la educación es que los padres se quieran entre sí y, como fruto de ese amor, que quieran de veras a sus hijos; el fin de esa educación es que los hijos, a su vez, vayan aprendiendo a querer, a amar.
Curiosamente y en compendio, educar es amar, y amar es enseñar a amar.

Según explica Rafael Tomás Caldera, «la verdadera grandeza del hombre, su perfección, por tanto, su misión o cometido, es el amor. Todo lo otro —capacidad profesional, prestigio, riqueza, vida más o menos larga, desarrollo intelectual— tiene que confluir en el amor o carece en definitiva de sentido»… e incluso, si no se encamina al amor, pudiera resultar perjudicial.

La entera tarea educativa de los padres ha de dirigirse, pues, en última instancia, a incrementar la capacidad de amar de cada hijo y a evitar cuanto lo torne más egoísta, más cerrado y pendiente de sí, menos capaz de descubrir, querer, perseguir y realizar el bien de los otros.

Sólo así contribuirán eficazmente a hacerlos felices, puesto que la dicha —como muestran desde los filósofos más clásicos hasta los más certeros psiquiatras contemporáneos— no es sino el efecto no buscado de engrandecer la propia persona, de mejorar progresivamente: y esto solo se consigue amando más y mejor, dilatando las fronteras del propio corazón.

— Siete recomendaciones más.

4) El mejor educador es el ejemplo.

Los niños tienden a imitar las actitudes de los adultos, en especial de los que quieren o admiran. Jamás pierden de vista a los padres, los observan de continuo, sobre todo en los primeros años. Ven también cuando no miran y escuchan incluso cuando están super-ocupados jugando. Poseen una especie de radar, que intercepta todos los actos y las palabras de su entorno.

Por eso los padres educan o deseducan, ante todo, con su ejemplo.

Además, el ejemplo posee un insustituible valor pedagógico, de confirmación y de ánimo: no hay mejor modo de enseñar a un niño a tirarse al agua que hacerlo con él o antes que él. Las

palabras vuelan, pero el ejemplo permanece, ilumina las conductas… y arrastra.

En el extremo opuesto la incongruencia entre lo que se aconseja y lo que se vive es el mayor mal que un padre o una madre puede infligir a sus hijos: sobre todo a determinadas edades, cuando el sentido de la «justicia» se encuentra en los chicos rígidamente asentado, sobre-desarrollado… y dispuesto a enjuiciar con excesiva dureza a los demás.

5) Animar y recompensar.

El niño es muy receptivo. Si se le repite con frecuencia que es un maleducado, un egoísta, que no sirve para nada, se creerá y será verdaderamente maleducado, egoísta, e incapaz de realizar tarea alguna…«aunque no fuera sino para no defraudar a sus padres».

Es mejor que tenga un poco de excesiva confianza en sí mismo, que demasiado poca. Y si lo vemos recaer en algún defecto, resultará más eficaz una palabra de ánimo que echárselo en cara y humillarlo. Mostrar al hijo que confiamos en sus posibilidades es para él un gran incentivo; en efecto, el pequeño —como, con matices, cualquier ser humano— se encuentra impulsado a llevar a la práctica la opinión positiva o negativa que de él se tiene y a no defraudar nuestras expectativas al respecto.

Cuando hace una observación correcta, incluso opuesta a la que nosotros acabamos de comentar o sugerir, no hay que tener miedo a darle la razón. No se pierde autoridad; más bien al contrario, la ganamos, puesto que no la hacemos residir en nuestros puntos de vista, sino en la misma verdad objetiva de lo que se propone.

Al animar y elogiar es preferible estar más atentos al esfuerzo hecho que al resultado obtenido. En principio, no se debe recompensar al niño por haber cumplido un deber o por haber tenido éxito en algo, si el conseguirlo no le ha supuesto un empeño muy especial. Un regalo por unas

buenas calificaciones es deformante. Las buenas calificaciones, junto con la demostración de nuestra alegría por ese resultado, deberían ser ya un premio que diera suficiente satisfacción al niño.

Tampoco es bueno multiplicar desmesuradamente las gratificaciones. Por un lado, porque se le enseña a actuar no por lo que en sí mismo es bueno, sino por la recompensa que él recibe (o, lo que es idéntico, a pensar más en sí mismo que en los otros). Y además, porque cuando éstas vinieran a faltar, el pequeño se sentirá decepcionado: premiar reiteradamente lo que no lo merece equivale a transformar en un castigo todas las situaciones en que esa compensación esté ausente.

Conviene no olvidar una ley básica: educar a alguien no es hacer que siempre se encuentre contento y satisfecho, por tener cubiertos todos sus caprichos o deseos, sino ayudarle a sacar de

sí (e-ducir), con el esfuerzo imprescindible por nuestra parte y la suya, toda esa maravilla que encierra en su interior y que lo encumbrará hasta la plenitud de su condición personal… haciéndolo, como consecuencia, muy dichoso.

6) Ejercer la autoridad, sin forzarla ni malograrla.

Por lo mismo, para educar no son suficientes el cariño, el buen ejemplo y los ánimos; es preciso también ejercer la autoridad, explicando siempre, en la medida de lo posible, las razones que nos llevan a aconsejar, imponer, reprobar o prohibir una conducta determinada.

La educación al margen de la autoridad, en otro tiempo tan pregonada, se presenta hoy como una breve moda fracasada y obsoleta, contradicha por aquellos mismos que la han sufrido. El niño tiene necesidad de autoridad y la busca. Si no encuentra a su alrededor una señalización y una demarcación, se torna inseguro o nervioso.

Incluso cuando juegan entre ellos, los niños inventan siempre reglas que no deben ser transgredidas. Por lo demás, todos sabemos lo antipáticos, molestos y tiránicos que son los hijos de los otros, cuando están malcriados, habituados a llamar siempre la atención y a no obedecer cuando no tienen ganas.

Pero tratándose de los propios, es más difícil un juicio lúcido. No se sabe bien si imponerse o abajarse a pactar y dejar hacer, para no correr el riesgo de tener una escena en público…, o acabar la cuestión con una explosión de ira y una regañina (que después deja más incómodos a los padres que al niño).

Por detrás de esta inseguridad, hay siempre una extraña mezcla de miedos y prevenciones. El horror a perder el cariño del chiquillo, el temor a que corra algún riesgo su incolumidad física, el pavor a que nos haga quedar mal o nos provoque daños materiales.

En definitiva, aunque no lo advirtamos ni deseemos, nos queremos más a nosotros mismos que al chico o la chica, anteponemos nuestro bien al suyo. De ahí que, si por encima de tantos temores prevaleciera el deseo sincero y eficaz de ayudar al crío a reconocer los propios impulsos egoístas, la codicia, la pereza, la envidia, la crueldad, etc., no existiría esa sensación de culpa cuando se lo corrigiera utilizando el propio ascendiente.

· Con base en lo expuesto hasta aquí, y aun cuando no esté de moda, es menester reiterar de modo claro y neto la imposibilidad de educar sin ejercer la autoridad (que no es autoritarismo) y exigir la obediencia desde el mismo momento en que los niños empiezan a entender lo que se les pide. Por eso, es importante que los padres, explicando siempre los motivos de sus decisiones, indiquen a los niños lo que deben hacer o evitar, no dejando por comodidad caer en el olvido sus órdenes, ni permitiendo que los niños se les opongan abiertamente.

Como consecuencia, un criterio básico en la educación del hogar es que deben existir muy pocas normas y muy fundamentales y nunca arbitrarias, lograr que siempre se cumplan… y dejar una enorme libertad en todo lo opinable, aun cuando las preferencias de los hijos no coincidan con las nuestras: ¡ellos gozan de todo el «derecho» a llegar a ser aquello a lo que están llamados… y nosotros no tenemos ninguno a convertirlos en una réplica de nuestro propio yo!

A veces, sin embargo, se prohíbe algo sin saber bien por qué, qué es lo que encierra de malo, sólo por impulso, por las ganas de estar tranquilos o porque uno se siente nervioso y todo le molesta. Se compromete así la propia autoridad sin que sea necesario, abusando de ella… y se desconcierta a los muchachos, que no saben por qué hoy está vedado lo que ayer se veía con buenos ojos.

Cualquier niño sano tiene necesidad de movimiento, de juego inventivo y de libertad.

Interviniendo de manera continua e irrazonable se acaba por hacer de la autoridad algo insufrible. Como aquella madre de la que se cuenta que decía a la niñera: «Ve al cuarto de los niños a ver que están haciendo… y prohíbeselo».

Por otro lado, la convicción del niño de que nunca hará desistir a los padres de las órdenes impartidas posee una extraordinaria eficacia, y ayuda enormemente a calmar las rabietas o a que no lleguen a producirse.

(Lo más opuesto a esto, como ya he insinuado, es repetir veinte veces la misma orden —lávate los dientes, dúchate, vete ya a dormir…— sin exigir que se cumpla de inmediato: provoca un enorme desgaste psíquico, tal vez sobre todo a las madres, que suelen pasar mayor parte del día bregando con los críos, al tiempo que disminuye o elimina la propia autoridad).

· Vale asimismo la pena estar atentos al modo como se da una indicación. Quien ordena

secamente o alzando sin motivo el volumen de la voz deja siempre traslucir nerviosismo y poca seguridad. Un tono amenazador suscita con razón reacciones negativas y oposiciones. Demos las órdenes o, mejor, pidamos por favor, con actitud serena y confiando claramente en que vamos a ser obedecidos.

Reservemos los mandatos estrictos para las cosas muy importantes. Para las demás peticiones resultará preferible utilizar una forma más blanda: «¿serías tan amable de…?», «¿podrías, por favor…?», «¿hay alguno que sepa hacer esto?». De este modo, se estimulará a los críos para que realicen elecciones libres y responsables, y se les dará la ocasión de actuar con autonomía e inventiva, de sentirse útiles… y experimentar la satisfacción de tener contentos a sus padres.

A veces es necesario pedir al hijo un esfuerzo mayor del acostumbrado; convendrá entonces crear un clima favorable. Si, por ejemplo, sabéis que vuestro cónyuge está particularmente cansado o lo atenaza una jaqueca insufrible, hablaréis a solas con el niño y le diréis: «Mamá (o papá) tiene un fuerte dolor de cabeza; por eso, esta tarde te pido un empeño especial para hacer el menos ruido posible…».

Quizá sea oportuno darle una ocupación, y dirigirle una mirada cariñosa o una caricia, de vez en cuando, para recompensar sus desvelos… sin olvidar que en este, como en los restantes casos, hay que arreglárselas para que el niño cumpla su obligación.

Firmeza, por tanto, para exigir la conducta adecuada, pero dulzura extrema en el modo de sugerirla o reclamarla.

7) Saber regañar y castigar.

Los ánimos y las recompensas no son normalmente suficientes para una sana educación. Un reproche o una punición, dados de la manera oportuna, proporcionada y sin arrepentimientos

injustificados, contribuirá a formar el criterio moral del muchacho.

Sensata e inteligente debe ser la dosificación de las reprimendas y de los castigos. La política del «dejar hacer» es típica de los padres o débiles o cómplices.

También en la educación, la «manga ancha» viene dictada a menudo por el temor de no ser obedecido o por la comodidad («haz lo que quieras, con tal de dejarme en paz»)… que no son sino otros tantos modos de amor propio: de preferir el propio bien (no esforzarse, no sufrir al demandar la conducta correcta) al de los hijos.

Pero resultaría pedante, o incluso neurótico, un continuo y sofocante control de los chicos, regañados y castigados por la más mínima desviación de unos cánones despóticos establecidos por los padres.

Para que una reprensión sea educativa ha de resultar clara, sucinta y no humillante. Hay por tanto que aprender a regañar de manera correcta, explícita, breve, y después cambiar el tema de la conversación. En efecto, no se debe exigir que el hijo reconozca de inmediato el propio mal y pronuncie un mea culpa, sobre todo si están presentes otras personas (¿lo hacemos nosotros, los adultos?).

Convendrá también elegir el lugar y el momento pertinente para reprenderle; a veces será necesario esperar a que haya pasado el propio enfado, para poder hablar con la debida serenidad y con mayor eficacia.

Por otro lado, antes de decidirse a dar un castigo, conviene estar bien seguros de que el niño era consciente de la prohibición o del mandato.

Naturalmente, hay que evitar no solo que la sanción sea el desahogo de la propia rabia o malhumor, sino también que tenga esa apariencia. Tratándose de fracasos escolares, conviene saber juzgar si se deben a irresponsabilidad o a limitaciones difícilmente superables del chico o de la chica.

Cuando se reprenda es menester además huir de las comparaciones: «Mira cómo obedece y estudia tu hermana…». Las confrontaciones sólo engendran celos y antipatías.

Tener que castigar puede y debe disgustarnos, pero a veces es el mejor testimonio de amor que cabe ofrecer a un hijo: el amor «todo lo sufre», cabría recordar con san Pablo,… incluso el dolor de los seres queridos, siempre que tal sufrimiento sea necesario.

Ningún temor, por tanto, a que una corrección justa y bien dada disminuya el amor del hijo respecto a vosotros. A veces se oye responder al muchacho castigado: «¡No me importa en absoluto!». Podéis entonces decirle, con toda la serenidad de que seáis capaces: «No es mi propósito molestarte ni hacerte padecer».

8) Formar la conciencia.

En nuestra sociedad, los niños resultan bombardeados por un conjunto de eslóganes y de frases que transmiten «ideales» no siempre acordes con una visión adecuada del ser humano, e incapaces por tanto de hacerlos dichosos.

La solución no es un régimen policial, compuesto de controles y de castigos. Es menester que los hijos interioricen y hagan propios los criterios correctos, que formen su conciencia, aprendiendo a distinguir claramente lo bueno de lo malo.

Y para ello no basta con decirles: «¡Esto no está bien!» o, menos todavía, «¡Esto no me gusta!».

Se corre el riesgo de transformar la moral en un conjunto de prohibiciones arbitrarias, carentes de fundamento. Por el contrario, es muy importante «educar en positivo», como se suele afirmar; lo cual equivale, en mi opinión, a mostrar la belleza y la humanidad de la virtud alegre y serena, desenvuelta y sin inhibiciones. Para lograrlo, hay que esforzarse por vivir la propia vida, con todas sus contrariedades, como una gozosa aventura que vale la pena componer cada día.

En tales circunstancias, al descubrir la hermosura y la maravilla de hacer el bien, el niño se sentirá atraído y estimulado para obrar correctamente.

Además, interesa hacer comprender lo decisiva que es la intención para determinar la moralidad

de un acto, y ayudar a los hijos a preguntarse el porqué de un determinado comportamiento. A tenor de sus respuestas, se les hará ver la posible injusticia, envidia, soberbia, etc., que los ha motivado. El denominado complejo de culpa, es decir, la obscura y angustiosa sensación de haberse equivocado, acompañada de miedo o de vergüenza, nace justo de la falta de un valiente y sereno examen de la calidad moral de nuestros actos. Por el contrario, como muestran también los psiquiatras más avezados, es necesario y sano el sentido del pecado. La clara percepción de las propias concesiones y faltas, con las que hemos vuelto las espaldas a Dios, provoca un remordimiento que activa y multiplica las fuerzas para buscar de nuevo el amor que perdona.

Para formar la conciencia puede también ser útil comentar con el niño la bondad o maldad de las situaciones y hechos de los que tenemos noticia, así como sugerirle la práctica del examen de conciencia personal al término del día, acaso ayudándole en los primeros pasos a hacerse las preguntas adecuadas. A medida que crece, hay que dejarle tomar con mayor libertad y

responsabilidad sus propias decisiones, diciéndole como mucho: «Yo, de ti, lo haría de este o aquel modo» y, en su caso, explicándole brevemente el porqué.

9) No malcriar a los niños.

Se malcría a un niño con desproporcionadas o muy frecuentes alabanzas, con indulgencia y condescendencia respecto a sus antojos. Se lo maleduca también convirtiéndolo a menudo en el centro del interés de todos, y dejando que sea él quien determine las decisiones familiares. Un pequeño rodeado de excesiva atención y de concesiones inoportunas, una vez fuera del ámbito de la familia se convertirá, si posee un temperamento débil, en una persona tímida e incapaz de desenvolverse por sí misma. Si, por el contrario, tiene un fuerte temperamento, se transformará en un egoísta, capaz de servirse de los otros o de llevárselos por delante.

Por eso, frente a los caprichos de los niños no se debe ceder: habrá simplemente que esperar a que pase la pataleta, sin nerviosismos, manteniendo una actitud serena, casi de desatención, y, al mismo tiempo, firme. Y esto, incluso —o sobre todo— cuando «nos pongan en evidencia» delante de otras personas: su bien (¡el de los hijos!) debe ir siempre por delante del nuestro.

10) Educar la libertad.

En este ámbito, la tarea del educador es doble: hacer que el educando tome conciencia del valor de la propia libertad, y enseñarle a ejercerla correctamente.

Pero no resulta fácil entender a fondo lo que es la libertad y su estrecha relación con el bien y con el amor. ¿Quién es auténticamente libre?: el que, una vez conocido, hace el bien porque quiere hacerlo, por amor a lo bueno. Al contrario, va «perdiendo» su libertad quien obra de manera incorrecta. Un hombre puede quitarse la vida porque es «libre», pero nadie diría que el suicidio lo mejora en cuanto persona o incrementa su libertad.

Educar en la libertad significa por tanto ayudar a distinguir lo que es bueno (para los demás y, como consecuencia, para la propia felicidad), y animar a realizar las elecciones consiguientes, siempre por amor.

Conceder con prudencia una creciente libertad a los hijos contribuye a tornarlos responsables. Una larga experiencia de educador permitía afirmar a San Josemaría Escrivá: «Es preferible que [los padres] se dejen engañar alguna vez: la confianza, que se pone en los hijos, hace que ellos mismos se avergüencen de haber abusado, y se corrijan; en cambio, si no tienen libertad, si ven que no se confía en ellos, se sentirán movidos a engañar siempre».

En definitiva, igual que antes afirmaba que el objetivo de toda educación es enseñar a amar, puede también decirse —pues en el fondo es lo mismo— que equivale a ir haciendo

progresivamente más libre e independiente a quienes tenemos a nuestro cargo: que sepan valerse por sí mismos, ser dueños de sus decisiones, con plena libertad y total responsabilidad.

— …Y la clave de las claves.

11) Recurrir a la ayuda de Dios.

El conjunto de sugerencias ofrecidas hasta el momento estarían incompletas si no dejáramos constancia de este «último» y fundamentalísimo precepto, que debe acompañar a todos y cada uno de los precedentes.

Educar procede de e-ducere, ex-traer, hacer surgir. El agente principal e insustituible es siempre el propio niño. De una manera todavía más profunda, Dios, en el ámbito natural o por medio de su gracia, interviene en lo más íntimo de la persona de nuestros hijos, haciendo

posible su perfeccionamiento.

Ningún hijo es «propiedad» de los padres; se pertenece a sí mismo y, en última instancia, a Dios. Por tanto, y como apuntaba, no tenemos ningún derecho a hacerlos a «nuestra imagen y semejanza». Nuestra tarea consiste en «desaparecer» en beneficio del ser querido, poniéndonos plenamente a su servicio para que puedan alcanzar la plenitud que a cada uno le corresponde: ¡la suya!, única e irrepetible.

Por consiguiente, el padre o la madre, los demás parientes, los maestros y profesores… pueden considerarse colaboradores de Dios en el crecimiento humano y espiritual del chico; pero es este el auténtico protagonista de tal mejora.

A los padres en concreto, en virtud del sacramento del matrimonio, se les ofrece una gracia particular para asumir tan importante tarea. Por todo ello es muy conveniente que, sobre todo pero no sólo en momentos de especial dificultad, invoquen la ayuda y el consejo de Dios… y que sepan abandonarse en Él cuando parece que sus esfuerzos no dan los resultados deseados o que el chico —en la adolescencia, pongo por caso— enrumba caminos que nos hacen sufrir.

Además, no debe olvidarse del gran servicio gratuito del Ángel Custodio, a quien el propio Dios ha querido encargar el cuidado de nuestros hijos. Y recordar también que la Virgen continúa desde el cielo desplegando su acción materna, de guía y de intercesión.

Enseñarles a tener todo esto en cuenta puede constituir la herencia más valiosa que, en el conjunto íntegro de la educación, leguen los padres a sus hijos.

Tomás Melendo Granados

Catedrático de Filosofía (Metafísica) Director Académico de los Estudios Universitarios sobre la Familia Universidad de Málaga (UMA), España

La influencia de las emociones en los juicios

Un experimento muestra la influencia de las emociones en la formación de juicios éticos

Fecha: 11 Abril 2007

La publicación en la «web» de «Nature» (21 de marzo) de un trabajo de Antonio Damasio y su grupo, con el título: «La lesión de la corteza prefrontal favorece los juicios morales utilitarios» («Damage to the prefrontal cortex increases utilitarian judgements»), ha trascendido a la prensa diaria. Algunos titulares han anunciado que se han descubierto las áreas cerebrales que intervienen en la toma de decisiones morales, o cosas por el estilo. Pero esa interpretación no corresponde a la realidad.

Damasio publicó, ya en 1994, un libro («Descartes’ Error») que se ocupaba del papel de estos centros cerebrales. Después ha continuado publicando sobre este tema, y lo mismo que él han hecho Moll, Greene y Schultz, entre otros. Y remontándonos bastante más en el tiempo, uno de los casos paradigmáticos de cambio de personalidad, muy conocido en la literatura médica, es el de Phineas Gage, quien en 1848 sufrió un accidente laboral que le provocó la lesión de ambos lóbulos prefrontales. Como era un hombre joven y robusto, pronto se recuperó físicamente, de tal forma que a los dos meses se pudo reincorporar al trabajo. Su inteligencia no sufrió ningún cambio, pero su personalidad era totalmente distinta: antes del accidente era un hombre responsable, buen trabajador, buen compañero, muy bien dotado para su función de capataz; después, había perdido la capacidad de planear el trabajo, tenía frecuentes disputas con los compañeros, mentía y su comportamiento era amoral. Tuvieron que despedirlo.

La novedad del reciente trabajo de Damasio es que al grupo de sujetos de experimentación sanos agregó seis pacientes con lesión de los lóbulos prefrontales. Damasio pretendía así comprobar si las respuestas a las cuestiones morales planteadas a los sujetos eran la causa de la activación de unos centros nerviosos determinados o más bien su efecto. En los pacientes con lesión de la corteza prefrontal los cambios sólo podían ser atribuidos al defecto cerebral. La diferencia en las respuestas entre los sanos y los pacientes consistió en que la de éstos fue eminentemente utilitaria, mientras que la de los sanos fue predominantemente emocional.

Veámoslo. Desde un puente, situado sobre una carretera, dos hombres observan los coches y camiones que pasan por debajo, así como un grupo de 5 obreros, que a una cierta distancia reparan un socavón, protegidos por otro, que con una señal de tráfico detiene a los vehículos. En un momento determinado, desaparece el obrero de la señal y por el lado opuesto se aproxima a gran velocidad un camión que amenaza arrollar a los trabajadores. Entonces, uno de los dos espectadores arroja al otro a la carretera, lo cual provoca el frenazo del camión. Con ello consigue que la muerte de una persona sirva para evitar la de otras cinco.

Unos y otros sujetos del experimento juzgaron esta acción de distintas maneras. Para los pacientes con lesión cerebral, fue buena porque resultó en un beneficio mayor que el

mal que produjo. Los sanos, en cambio, pensaban que era inmoral provocar la muerte de una persona inocente, aunque su muerte salvara a cinco.

Están de moda los estudios sobre centros cerebrales que intervienen en los juicios morales, y el de Damasio es un caso particular de las numerosas investigaciones que se están realizando sobre la participación del cerebro en las funciones mentales, en la afectividad, en las reacciones emotivas, etc. Estos estudios se han puesto de moda por dos motivos. El primero, porque un buen número de neurocientíficos están interesados en mostrar que el cerebro es el órgano del pensamiento, el responsable de nuestras emociones y sentimientos, así como de las determinaciones que tomamos. El segundo, porque los medios de que disponemos en la actualidad permiten conocer con gran precisión cuáles son los centros nerviosos que entran en acción cuando realizamos diversas actividades. En efecto, la neuroimagen obtenida mediante la resonancia magnética funcional (RMf) y la tomografía por emisión de positrones (PET), con su gran definición, permiten determinar con exactitud la situación funcional de los distintos centros nerviosos según las tareas que estamos realizando.

Sobre el papel del cerebro hay dos posturas enfrentadas. Una es la de los científicos materialistas que atribuyen al cerebro la causalidad de todas esas operaciones; la otra es la de quienes consideran al cerebro como instrumento, sin el que no se pueden llevar a efecto esas actividades, pero atribuyen la causalidad suprema a la persona. Esto, que puede parecer una disquisición más filosófica que neurocientífica, tiene una gran importancia: si el cerebro es el único responsable, como el cerebro es materia, todo lo más noble del hombre –el pensar, el amar– no es más que pura bioquímica. La consecuencia inmediata de esto es que no somos libres, ya que estamos determinados por las leyes físicas; y si no somos libres, tampoco podemos ser responsables de nuestras acciones. El trabajo de Damasio va en esta línea. Luis María Gonzalo.

El materialismo insostenible

Algunas interpretaciones del experimento de Damasio lo consideran una prueba de que los juicios morales son producto de la actividad cerebral, de que la conciencia ética está en las neuronas. Sin embargo, los mismos autores del trabajo no han extraído expresamente esa conclusión materialista, que en cualquier caso sigue presentando dificultades bien conocidas.

A nadie debería extrañar que la formación de juicios morales esté influida por los fenómenos neurológicos y otros factores, como los rasgos de la personalidad o la educación recibida.

Por eso los trastornos psíquicos se reconocen como atenuantes de la responsabilidad en los procesos penales, y si son extremos, se consideran eximentes completos porque privan de la libertad. Pero esto no abona la tesis materialista, pues no prueba que carezcamos de libertad en todo caso: más bien supone lo contrario, o nunca se adjudicaría a nadie responsabilidad penal.

El experimento de Damasio muestra la influencia de un trastorno neurológico que inhibe considerablemente las emociones y, por eso, la empatía. Así, los pacientes tienen

disminuida la capacidad de ponerse en el lugar de otro y menos frenos para causar daño al prójimo. Pero esto no prueba que en quienes no padecen lesión, el razonamiento moral esté igualmente determinado por el estado del cerebro.

En efecto, el propio Damasio no equipara a los dos grupos de sujetos de su experimento, pues llama a unos «sanos», y a los otros seis, «pacientes» que sufren «daños» en la corteza prefrontal. Que los aquejados de una lesión cerebral no piensen como los sanos no prueba que los sanos piensen bajo el dictado del cerebro.

Además, si resulta que la lesión de la corteza prefrontal inclina a los juicios utilitarios, no por eso se concluye que el utilitarismo esté localizado en esa zona del cerebro, ni que la inclinación sea invencible. Ni John Stuart Mill, ni Harry Truman y los que con él decidieron arrojar la bomba atómica padecían del lóbulo prefrontal. En cuanto a los utilitaristas del experimento, no se ha comprobado que sea imposible hacerles cambiar de opinión ofreciéndoles argumentos.

Sobre todo, la tesis de que el cerebro es la sede única y determinante de las decisiones es insostenible porque es impracticable: no se puede vivir de acuerdo con ella. Si no hay libertad, nadie puede quejarse de que se la quiten, y está de más la Declaración Universal de Derechos Humanos; nadie es responsable, y reclamar indemnización por daños es como pedir cuentas por el granizo a la borrasca; ninguna acción es buena ni mala, y carece de sentido preguntar en un experimento si está bien o mal matar a uno para salvar a cinco. El determinismo es una teoría parasitaria: implícitamente se apoya en lo mismo que expresamente niega y aparenta tener fuerza persuasiva solo porque nunca la creemos del todo. Rafael Serrano.

Fuente: Aceprensa

Sobreproteger a los niños no es bueno

Sobreprotección a los hijos y responsabilidad

Una profesora de secundaria estadounidense plantea en un artículo de la revista The Atlantic una importante cuestión respecto a la importancia de los errores en la vida del niño. Jessica Lahey comenta un caso de plagio en el que la principal culpable resultó ser la madre de una de sus alumnas. Esta madre defendió que había redactado un trabajo escolar de su hija (utilizando fundamentalmente material tomado de páginas web) porque la niña se sentía muy estresada y la madre no quería que cayese enferma o se agobiara.

El final de la historia fue que mi alumna sacó un cero y me cercioré de que volvía a realizar el trabajo. Ella. No tenía autoridad para castigar a la madre, pero pueden estar seguros de que en sueños lo he hecho con frecuencia.

Aunque no tengo nada claro qué provecho sacó la madre de esta experiencia, la hija sí alcanzó un mayor entendimiento de las consecuencias de los actos, y yo me llevé una batallita que contar. Ni siquiera me ha vuelto a preocupar el tema de quién es el autor de los trabajos: la madre que “ayuda” demasiado a su hijo con los deberes de matemáticas, el padre que realiza el proyecto de ciencias del alumno. Por favor. No me hagan perder el tiempo.

Observando lo frecuente que es que los profesores actuales intercambien anécdotas sobre el creciente número de “padres sobreprotectores”, Lahey apunta que no le preocupa la sobreprotección habitual (el niño al que no le permiten ir de campamento o aprender a conducir, el padre que sigue partiendo la comida a su hijo de 10 años o que lleva alimentos especiales a una celebración para su hijo de 16 porque es muy exquisito). Piensa que los niños superan estas actitudes cuando crecen. No, los padres que constituyen un verdadero problema son los que no permiten que sus hijos cometan errores, que asuman las responsabilidades que se derivan de ellos y que así aprendan de lo que hacen.

Estos son los padres que más me preocupan: los padres que no dejan aprender a sus hijos. Los profesores no nos limitamos a enseñar a leer, escribir y hacer cuentas. También enseñamos responsabilidad, organización, modales, control y previsión. Son cualidades que no se evalúan mediante exámenes ordinarios, pero mientras los niños van recorriendo su camino hacia la edad adulta, estas son las habilidades más importantes que yo enseño, por encima de cualquier otra.

No quiero decir con esto que los padres tengan que depositar una confianza ciega en los profesores de sus hijos; yo misma no lo haría jamás. Pero los niños cometen errores, y cuando esto ocurre, es de vital importancia que los padres recuerden que los beneficios educativos de sus consecuencias son un regalo, no una negligencia en el cumplimiento del deber. Año tras año, mis “mejores” alumnos (los que son más felices y han alcanzado mayor éxito en la vida) son aquellos a los que se les permitió equivocarse, asumir la responsabilidad por sus tropiezos y se les retó a ser las mejores personas que pudieran a pesar de sus errores.

Es bueno oír decir esto a un profesor, ¿no les parece? Traducción para el COF Virgen de Olaz: Mercedes Lucini

Reconocer los sentimientos de los demás

Autor: Alfonso Aguiló | Fuente: interrogantes.net

Reconocer los sentimientos de los demás

La falta de capacidad para reconocer los sentimientos de los demás conduce a la ineptitud y la torpeza en las relaciones humanas

Reconocer los sentimientos de los demás

Sensibilidad ante los sentimientos ajenos

Hay personas que sufren de una especial falta de intuición ante los sentimientos de los demás.

Pueden, por ejemplo, hablar animadamente durante tiempo y tiempo, sin darse cuenta de que están resultando pesados, o que su interlocutor tiene prisa y lleva diez minutos haciendo ademán de querer concluir la conversación, o dando a entender discretamente que el tema no le interesa en absoluto.

A lo mejor intentan dirigir unas palabras que les parecen de amigable y cordial crítica constructiva –a su cónyuge, a un hijo, a un amigo–, y no se dan cuenta de que, por la situación de su interlocutor en ese momento concreto, sólo

están logrando herirle.

 O irrumpen sin consideración en las conversaciones de los demás, cambian de tema sin pensar en el interés de los otros, hacen bromas inoportunas, o se toman confianzas que molestan o causan desconcierto.

 O quizá intentan animar a una persona que se encuentra abatida después de un disgusto o un enfado, y le dirigen unas palabras que quieren ser de acercamiento pero, por lo que dicen o por el tono que emplean, su intento resulta contraproducente.

 O hablan en un tono imperioso y dominante, pensando que así quedan como personas decididas y enérgicas, y no se dan cuenta de que cada vez que con su actitud cierran a uno la boca suelen hacer que cierre también su corazón.

—¿Y por qué crees que esas personas son así? ¿Por qué parecen entrar en la vida de los demás como un caballo en una cacharrería?

No suele ser por mala voluntad. Lo más habitual es que, como decíamos, les falte sensibilidad ante los sentimientos ajenos.

Como ha señalado Daniel Goleman, las personas no expresamos verbalmente la mayoría de nuestros sentimientos, sino que emitimos continuos mensajes emocionales no verbales, mediante gestos, expresiones de la cara o de las manos, el tono de voz, la postura corporal, o incluso los silencios, tantas veces tan elocuentes. Cada persona es un continuo emisor de mensajes afectivos del más diverso género (de aprecio, desagrado, cordialidad, hostilidad, etc.) y, al tiempo, cada persona es también un continuo receptor de los mensajes que irradian los demás.

Esas personas de las que hablábamos, tan inoportunas, son así porque apenas han desarrollado su capacidad de captar esos mensajes de los demás: se han quedado –por decirlo así– un poco sordas ante esas emisiones no verbales que todos irradiamos de modo continuo.

Es un fenómeno que notamos también en nosotros mismos cuando quizá a posteriori advertimos que nos ha faltado intuición al tratar con determinada persona; o que no nos hemos percatado de que estaba queriendo darnos a entender algo; o caemos después en la cuenta de que, sin querer, la hemos ofendido, o hemos sido poco considerados ante sus sentimientos.

Es entonces cuando advertimos nuestra falta de empatía, nuestra sordera ante las notas y acordes emocionales que todas las personas emiten, unas veces de modo más directo, y otras más sutilmente, más entre líneas.

—Pero caer en la cuenta de que hemos cometido esos errores es ya un avance.

Sin duda, pues nos proporciona una posibilidad de mejorar. A medida que aumente nuestro nivel de discernimiento ante esos mensajes no verbales que emiten los demás, seremos personas más sociables, de mayor facilidad para la amistad, emocionalmente más estables, etc.

Se trata de una capacidad que resulta decisiva para la vida de cualquier persona, pues afecta a un espectro muy amplio de necesidades vitales del hombre: es fundamental para la buena marcha de un matrimonio, para la educación de los hijos, para hacer equipo en cualquier tarea profesional, para ejercer la autoridad, para tener amigos…, en fin, para casi todo.

Desde la primera infancia

La capacidad de reconocer los sentimientos ajenos, ese discernimiento que tanto facilita establecer una buena comunicación con los demás, tiene unas raíces que se retrotraen hasta la primera infancia. Ya en los primeros años, algunos niños se muestran agudamente conscientes de los sentimientos de los demás, y otros, por el contrario, parecen ignorarlos por completo. Y esas diferencias se deben, en gran parte, a la educación.

—¿Y cómo se aprende?

Es importante, por ejemplo, que al niño se le haga tomar conciencia de lo que su conducta supone para otras personas.

Hacerle caer en la cuenta de las repercusiones
que sus palabras
o sus hechos tienen

en los sentimientos de los demás.

Para lograrlo, hay que prestar atención a la reacción del niño ante el sufrimiento o la satisfacción ajena, y hacérselo notar, con la correspondiente enseñanza, en tono cordial y sereno. Por ejemplo (y aunque también podría aplicarse, mutatis mutandis, a adolescentes o adultos), en vez de referirse simplemente a que ha hecho una travesura o una cosa buena, será mejor decirle: «Has hecho mal, y mira que triste has puesto a tu hermana»; o bien: «Papá está muy contento de lo bien que te has portado». De ese modo se fijará en los sentimientos que los demás tendrán en ese momento como consecuencia de lo que él ha hecho.

—¿Y por qué a veces son tan distintos los sentimientos de dos hermanos que han sido educados casi igual?

Además de la educación hay en juego muchos otros factores, y por esa razón hay que dejar siempre un amplio margen a causas relacionadas con el temperamento con que se nace, decisiones personales que cada persona toma a lo largo de su vida, etc. De todas formas, la educación es un factor de gran peso, y por eso lo más frecuente (sobre todo durante los primeros años) es que los hermanos se parezcan bastante en cuanto a su educación sentimental.

Además, aunque la educación no sea el único factor,

es sobre el que los padres más pueden actuar.

La fuerza del ejemplo

En el aprendizaje emocional tienen un gran protagonismo los procesos de imitación, que pueden llegar a ser muy sutiles en la vida cotidiana.

Basta pensar, por ejemplo, en la facilidad con que se producen transferencias de estado de ánimo entre las personas (tanto la alegría como la tristeza, el buen o mal humor, la apacibilidad o el enfado, son estados de ánimo notablemente contagiosos). O en cómo se transmite de padres a hijos la capacidad de reconocer el dolor ajeno y de brindar ayuda a quien lo necesita. Son estilos emocionales que todos vamos aprendiendo de modo natural, casi por impregnación.

No hay que olvidar que la mayoría de las veces las personas captamos los mensajes emocionales de una forma casi inconsciente, y los registramos en nuestra memoria sin saber bien qué son, y respondemos a ellos sin apenas reflexión. Por ejemplo, ante determinada actitud de otra persona, reaccionamos con afecto y simpatía, o, por el contrario, con recelo o desconfianza, y todo ello de modo casi automático, sin que sepamos explicar bien por qué. Todos estamos muy influidos por hábitos emocionales, que en bastantes casos hemos ido aprendiendo sin apenas darnos cuenta, observando a quienes nos rodean.

—Decías que esa capacidad se transmite en la familia, pero luego resulta que hay niños muy egoístas e insensibles con padres de gran corazón.

Ciertamente es así, y el motivo es claro. El modelo es importante,
pero no lo es todo.

Además de presentarles un modelo (por ejemplo, de padres atentos a las necesidades de los demás), es preciso sensibilizarles frente a esos valores (hacerles descubrir esas necesidades en los demás, y señalarles el atractivo de un estilo de vida basado en la generosidad).

Pero después –y esto es decisivo– hay que educar en un clima
de exigencia personal.

Si no hay autoexigencia, la pereza y el egoísmo ahogan fácilmente cualquier proceso de maduración emocional.

El cariño potencia
el aprendizaje,
pero no puede sustituirlo.

Y sin un poco de disciplina, difícilmente se pueden aprender la mayoría de las cosas que consideramos importantes en la vida. Como ha escrito Susanna Tamaro, la disciplina y la autoridad son decisivas para educar, pues generan respeto y ganas de mejorar.

También es esencial la sintonía del niño con los padres y demás educadores:  que haya un clima distendido, de buena comunicación;

 que en la familia sea fácil crear momentos de más intimidad, en los que puedan aflorar con confianza los sentimientos de cada uno y así ser compartidos y educados;

 que no haya un excesivo pudor a la hora de manifestar los propios sentimientos (se han hecho, por ejemplo, numerosos estudios sobre el efecto positivo de manifestar el afecto a los niños mediante la mirada, un beso, una palmada, un abrazo, etc.);

 que haya facilidad para expresar a los demás con lealtad y cariño lo que de ellos nos ha disgustado; etc.

Cuando falta esa sintonía frente a algún tipo de sentimientos (de misericordia ante el sufrimiento ajeno, de deseo de superarse ante una contrariedad, de alegría ante el éxito de otros, etc.), en la medida en que en un ambiente –familia, colegio, amigos, etc.– esos sentimientos no se fomentan, o incluso se dificultan o se desprestigian, cada uno tiende a no manifestarlos y, poco a poco, los sentirá cada vez menos: se van desdibujando y desaparecen poco a poco de su repertorio emocional.

Sano y cordial inconformismo

La falta de capacidad para reconocer los sentimientos de los demás conduce a la ineptitud y la torpeza en las relaciones humanas. Por eso, tantas veces, hasta las personas intelectualmente más brillantes pueden llegar a fracasar estrepitosamente en su relación con los demás, y resultar arrogantes, insensibles, o incluso odiosas.

Hay toda una serie de habilidades sociales que nos permiten relacionarnos con los demás, motivarles, inspirarles simpatía, transmitirles una idea, manifestarles cariño, tranquilizarles, etc. A su vez, la carencia de esas habilidades puede llevarnos con facilidad a inspirarles antipatía, desalentarles, despertar en ellos una actitud defensiva, ponerles en contra de lo que hacemos o decimos, inquietarles, enfadarles, etc.

Se trata de un aprendizaje emocional que, como hemos dicho, comienza desde una edad muy temprana. Puede consistir en que el niño aprenda a:

 contener las emociones (por ejemplo, para dominar su desilusión ante un regalo bienintencionado, pero que ha defraudado sus expectativas),

 o bien a estimularlas (por ejemplo, procurando poner y manifestar interés en una cortés conversación de compromiso que de por sí no le resulta interesante).

—Pero, en cierta manera, eso es esconder los verdaderos sentimientos y sustituirlos por otros que no se tienen, y que por tanto son falsos, o al menos artificiales.

No se trata de eso.

Lo que debe buscarse
no es el falseamiento
de los sentimientos,
sino el automodelado
del propio estilo emocional.

Si una persona advierte, por ejemplo, que está siendo dominada por sentimientos de envidia, o de egoísmo, o de resentimiento, lo que debe hacer es procurar contener esos sentimientos negativos, al tiempo que procura estimular los sentimientos positivos correspondientes. De esa manera, con el tiempo logrará que éstos acaben imponiéndose sobre aquéllos, y así irá transformando positivamente su propia vida emocional.

—Pero muchos sentimientos no son ni buenos ni malos en sí mismos, sino adecuados o

inadecuados a la situación en que estamos.

Sí, y por esa razón en muchas ocasiones es preciso esforzarse en compartimentar las emociones, es decir, procurar no seguir bajo su influencia cuando las circunstancias han cambiado y exigen en nosotros otra actitud.

Por ejemplo, podemos tener una situación en el trabajo que nos lleva a emplear nuestra autoridad de una manera que probablemente luego no es nada adecuada al llegar a casa. O quizá hemos tenido una conversación algo tensa, o una reunión difícil, y salimos algo alterados, con o sin razón, pero… quizá esa actitud, o ese tono de voz, o esa cara, son rigurosamente inoportunos e inadecuados para la reunión o la conversación siguientes.

Por eso, la dificultad de trato de muchas personas no está en que les falte afabilidad o cordialidad, sino en que no saben compartimentar. Al permitir que sus frustraciones contaminen otras situaciones distintas de la causante originaria, hacen pagar por ellas a quienes no tienen nada que ver con el origen de sus males. Ese tipo de personas sufre con facilidad muchas decepciones, porque se ven arrastradas por sus estados de desánimo, crispación o euforia. Son un poco simples, se lee en ellos como en un libro abierto, y son por eso muy vulnerables: el que sepa captar sus cambios de humor jugará con ellos como con una marioneta, con sólo saber tocar los puntos oportunos en el momento oportuno.

—Es cierto que muchas veces experimentamos sentimientos que no nos parecen adecuados…, pero estar todo el día pendientes de corregirlos, produce una tensión interior…, ¿eso es bueno?

Es que no debe ser una tensión crispada, ni agobiante. Debe ser un empeño cordial y amable, como un sano ejercicio, practicado con deportividad, que no nos agota ni nos angustia sino que nos hace estar en buena forma, nos enriquece y nos permite disfrutar de verdad de la vida.

—¿Y cuándo puede uno sentirse ya satisfecho de cómo es su estilo sentimental? Porque esto es una historia sin fin…

Soy partidario de un sano, cordial y prudente inconformismo, pues quienes son demasiado conformistas con lo que ya son, hipotecan mucho su felicidad.

Psicoterapia y conversión

Psicoterapia y conversión

Autor: . | Fuente: Ricardo Milla

Web: www.catholic.net

Comentarios de Ricardo Milla sobre el pensamiento de Allers

En la escuela adleriana, de la que Allers proviene, la psicoterapia es en el fondo pedagogía. Se trata de educar o reeducar el carácter, para que se conforme con los fines reales de la naturaleza humana. De este modo, la psicoterapia se aleja de las ciencias médicas y naturales, inscribiéndose entre las morales.[45]

Para esta escuela, la psicoterapia tendría dos partes: una analítica, en la que se pone de manifiesto la finalidad ficticia que persigue el individuo, y los medios con que la sostiene; otra sintética[46] o pedagógica, que mira a reformar el carácter.[47]

Allers asume estas ideas, pero “desde lo alto”, a partir de una visión más profunda del ser humano, dada por la antropología cristiana. Este proceso de transformación del carácter neurótico, la curación, es considerado por nuestro autor esencialmente como una conversión, o mejor “metánoia”, un cambio de la mente.[48]

Para permanecer firme ante los conflictos, las dificultades, las tentaciones, es necesario ser simple. Para curar una neurosis no es necesario un análisis que descienda hasta las profundidades del inconsciente para sacar no sé qué reminiscencias, ni una interpretación que vea las modificaciones o las máscaras del instinto en nuestros pensamientos, en nuestro sueños y actos. Para curar una neurosis es necesaria una verdadera metánoia, una revolución interior que sustituya al orgullo por la humildad, el egocentrismo por el abandono. Si nos volvemos simples, podríamos vencer el instinto por el amor, el cual constituye -si le es verdaderamente dado el desarrollarse- una fuerza maravillosa e invencible.[49]

La transformación interior que lleva a la salud, comienza por la humildad, que vence la soberbia, la voluntad de poder que es el motor oculto del carácter neurótico, según Allers. Esto no se puede hacer sin ser movidos por el amor auténtico, que es la fuerza más potente que impulsa a la plenitud de vida. Junto a la humildad y al amor, Allers coloca un tercer remedio: la verdad. Allers siempre tuvo presente como lema de su labor psicológica, la frase de Nuestro Señor: “La verdad os hará libres”.

Para poder llegar a esta simplicidad, a esta actitud hacia el mundo y hacia sí-mismo, es necesario hacer entrar en juego la segunda de las grandes fuerzas puestas a nuestra disposición por la bondad divina: la verdad. Estas dos fuerzas, la verdad y el amor, son las únicas para ser invencibles. Para liberarse de las cadenas que nos atan a los valores inferiores, para poder resistir a las tentaciones que desde afuera o desde dentro surgen tan frecuentemente, para permanecer firmes a través de los inevitables conflictos de la existencia, no hay que fiarse del estoicismo que no es en el fondo más que una forma refinada del orgullo, ni librarse a la búsqueda de causas inconscientes perdidas en la lejana nebulosa de un pasado problemático.[50]

El papel del psicoterapeuta, del pedagogo o de quien sea que acompañe a la persona en este cambio, es secundario y auxiliar. Se trata de quitar los impedimentos al desarrollo de estas fuerzas curativas en el interior de la persona, a través del amor.[51] Esto implica un cierto grado, no incipiente, de desarrollo moral y espiritual por parte del terapeuta, que muy a menudo es tomado como ejemplo por quien necesita ayuda.[52]

Es por todo esto que, en la perspectiva “desde lo alto” adoptada por Allers, psicoterapia y dirección espiritual no sólo no se contraponen, sino que convergen. La segunda se convierte en la continuación más lógica y adecuada de la primera.[53]

Una dirección de almas comprensiva, cariñosa, respetuosa, paciente y puramente religiosa, puede llegar a corregir, a la vez la conducta religiosa y la neurótica; porque dicha influencia aborda, en efecto, el problema más central de todos. Por supuesto, no todos esos hombres están en disposición de conocer y comprender sin más ni más, ese problema, ni ver que es problema para ellos. En tales casos, es necesario un penoso trabajo de ilustración y educación, a fin de llevar a esos hombres hasta el punto donde ya es factible discutir ese problema, es decir, se precisa, justamente, una psicoterapia sistemática.[54]

Rudolf Allers, como buen cristiano, es consciente de “los límites de los medios naturales. En nuestra opinión, el dominio más perfecto de todos los conocimientos y de los procedimientos que de ellos se siguen, tiene que fracasar, en última instancia, cuando no se entronca en la conexión, fundamentante y superior en su alcance, del saber religioso. Estamos convencidos de que es imposible, tanto la fundamentación teórica de una doctrina sobre la educación del carácter, como la de una teoría general del carácter, sin referirse a las verdades religiosas ni enraizar aquéllas en éstas. Vimos cómo los planteamientos de nuestras cuestiones, surgidos de una inmediata necesidad práctica, abocaban siempre a últimos problemas que únicamente se resolvían en el terreno de la metafísica y en el amplio curso de la fe basada en la revelación”.[55