Educar la voluntad de los niños

Educar la voluntad de los niños

Educar la voluntad de los niños se consigue con esfuerzo y motivación

Fuente: WWW.GUIAINFANTIL.COM

Conseguir que los hijos sepan controlar su fuerza de voluntad y tengan la capacidad y la preparación para afrontar las dificultades y los retos de cada día, no es así tan fácil, aunque si los padres les educan en este sentido desde que ellos sean aún muy pequeños, no es tan difícil de conseguirlo.

Los niños deben aprender a dominar sus impulsos, sus deseos y voluntades desde que son muy pequeños. De este modo, aprenderán no sólo a controlarse como también a esforzarse para conseguir lo que desean. Aprenderán que sólo con el esfuerzo se consigue y alcanza lo que se propone. Para lograr eso, es necesario hacer con que los niños conozcan sus fortalezas a través de una motivación positiva. Eso les promoverá una buena autoestima, madurez y responsabilidad, poco a poco.

Exigir también cuesta. La capacidad de exigencia amable de los padres y profesores va a marcar, en buena medida, el desarrollo de la capacidad de trabajo y esfuerzo, y de las virtudes de los niños. Exigir que los niños controlen sus voluntades también cuesta esfuerzo. No se puede exigir que de la noche al día el niño aprenda a controlarse. Es necesario tiempo, paciencia, renuncias y sacrificios. Sin embargo, sin este esfuerzo, no se conseguirá nada con los niños.

Los enemigos de la fuerza de voluntad de los niños
En la actual sociedad es muy normal en muchas familias que los padres pretendan evitar que sus hijos sufran o se esfuercen en demasía. Quieren, por supuesto, una vida mejor para sus hijos, con menos exigencias y más comodidad. Lo que ocurre es que acaban sobreprotegiendo a sus hijos. De este modo, no estarán enseñándoles a superar sus dificultades, a superar los problemas, ni a que se esfuercen por alcanzar lo que desean.

Para que un hábito bueno se convierta en virtud es necesario que los niños entiendan qué hacen y por qué lo hacen, además de cómo lo hacen, si esforzándose o simplemente exigiendo a sus padres sin controlar su voluntad. Las virtudes y los valores son los que pueden ayudar al niño a controlar su voluntad y promover el esfuerzo. Aquí tenéis algunos consejos que pueden ser aplicados en el día a día de la familia:

1- Que los niños acaben las tareas o deberes escolares antes de ir a jugar;
2- Motivar positivamente sus buenos comportamientos e intentar hablar con ellos (positivamente) de los malos;
3- Reconocer su interés y sus esfuerzos (aguantar la sed en un viaje, acabar los deberes, dejar la ropa preparada por la noche…);
4- Dar ejemplos (de no quejarse, ser decidido, de disciplina, de comprometimiento…)
5- No decir jamás frases negativas como «eres un desastre», «eres impaciente», etc.

Fuente consultada:
– Actualidad Docente

 

Educar de niño a adolescente

Autor: Tomás Melendo Granados

Educar al niño y al adolescente, principios básicos

La actitud más conveniente con los chicos durante sus años inaugurales, desde el nacimiento hasta la adolescencia

En un artículo Diez principios y una clave para educar
correctamente expuse los principios que a mi modo de ver deben orientar la labor formativa de padres y profesores. Se trataba de preceptos fundamentales, que conviene tener en cuenta siempre, a lo largo de toda la labor educativa.

Ahora me propongo añadir otras ideas rectoras, menos universales, aplicables de forma exclusiva o predominante a las primeras etapas del crecimiento de nuestros hijos. Tampoco en este caso aspiro a ser exhaustivo. Pretendo tan solo «iluminar» con algunos breves fogonazos —

Educar al niño y al adolescente, principios básicos

casi a modo de estrellas fugaces— la actitud más conveniente con los chicos durante sus años inaugurales, desde el nacimiento hasta la adolescencia.

Comencemos, pues, distinguiendo tres fases en el desarrollo infantil: 1. Hasta la escolarización
· En el seno materno

Como han demostrado las técnicas más avanzadas, la educación del niño comienza incluso antes de su nacimiento. Ya en el útero percibe y resulta influido por los estados de ánimo de la madre: sobre todo por el cariño con que lo acoge o, si fuera el caso, por la ansiedad o incluso el rechazo que su gestación provoca. En consecuencia, los meses que vive en el seno materno son bastante decisivos para el despliegue de su carácter y personalidad.

Y, como insinuaba, lo que marca «la diferencia» es la serenidad y el gozo de la madre, influidos a su vez, y en ocasiones determinados, por la actitud del padre hacia su futuro hijo y por la delicadeza y el mimo con que trata a su esposa: los detalles de cariño más allá de lo habitual; el esfuerzo con que facilita su reposo, supliéndola si es preciso en tareas que de ordinario realiza ella; la comprensión y el apoyo incondicional ante las preocupaciones que, sobre todo las primeras veces, provoca el embarazo; los ratos tranquilos de reposada conversación e intercambio de opiniones; los «sueños» y «novelas» que forjan sobre el hijo que va a venir…

· Llantos y rabietas
Hacia los nueve meses de haber sido procreado, una vez que ve la luz del mundo, conviene

prevenirse ante un miedo excesivo a que el niño llore; no es necesario cogerlo inmediatamente en brazos y acunarlo. El llanto es parte de su lenguaje y hay que aprender a interpretarlo a tenor de las circunstancias. Puede tratarse de malestar, hambre o de incomodidad; pero también de impaciencia, de melancolía, de rabia o de capricho.

En este caso, aun cuando resulte muy difícil de aplicar, está vigente de un modo especialísimo la que puede considerarse como primera y más fundamental norma de toda educación: el bien del hijo es mucho más importante y debe ser tenido más en cuenta que el nuestro: que nuestra tranquilidad, que nuestra «buena conciencia», que la sensación de «estarlo haciendo bien» y poniendo todos los medios a nuestro alcance, que el hecho de evitarnos un mal rato…

Aplicado al caso concreto que acabo de mencionar, y con la prudencia que la situación exige, el «saber aguantar» durante algunos días el llanto del chiquillo, aunque sintamos que se nos parte el corazón, puede constituir uno de los bienes de más calibre que le otorgamos en esos primeros años:

a) porque el pequeño, al advertir —¡y lo advierte, aunque nos resulte difícil de creer!— que los padres no los toman en cuenta cuando no tienen un motivo justificado, eliminará esos lloros… saliendo él mismo a corto plazo beneficiado; y

b) porque los padres, liberados de las tensiones que esa excesiva atención genera, mantendrán la imprescindible y reconfortante calma y estarán más descansados y en mejores condiciones de transmitir al recién nacido esa misma tranquilidad y de atenderlo con paz y eficacia cuando verdaderamente lo requiera.

· Dejarle hacer… y crecer

A medida que se va abriendo al mundo, el niño experimenta una apremiante necesidad de moverse, de probar, de explorar, de comunicar. Esto reclama de los padres no poca paciencia.

Sin duda, para la madre, es más cómodo y menos «arriesgado» darle de comer, lavarlo, vestirlo…; pero entonces, en lugar de desarrollar el espíritu de iniciativa y la autonomía del pequeño, disminuye su autoestima, favorece su pereza, e incluso puede provocar la denominada oposición negativa: irritación, agresividad, o bien inseguridad, abulia, rechazo a crecer…: el niño está recibiendo el mensaje de que «no es capaz» de realizar unas acciones que realmente sí puede —¡y debe!— llevar a cabo por sí mismo.

En definitiva, los educadores han de saber adaptarse un tanto para que florezcan en el niño el gusto y la alegría de sentirse activo y útil. Lo cual constituye otro de los principios más radicales de la educación… también muy difícil de poner por obra, y que cabría enunciar así: lo que la persona que intentamos formar pueda hacer por sus propios medios, debemos permitir (o incluso exigir) que lo realice… aun cuando eso lleve consigo una cierta zozobra por nuestra parte, ante la inseguridad del resultado o incluso el descalabro que pueda originar; una aparente pérdida de tiempo, puesto que nosotros lo haríamos antes y mejor; un mayor esfuerzo, ya que resulta mucho más penoso —¡pero también más formativo!— enseñar a realizar algo («hacer hacer») que efectuarlo uno mismo, etc.

Solo ofreciendo «oportunidades de desarrollo» ponemos a nuestros hijos en condiciones de que efectivamente crezcan… y experimenten el sano orgullo de que no «están de sobra», sino que tienen una función en este mundo.

· Para superar el egoísmo

Es también tarea de los padres ayudar al niño a ir saliendo de su natural egocentrismo. A veces deberán soportar sus insistentes peticiones y retrasar el cumplimiento de lo que desee. De lo contrario, si ceden de inmediato a sus caprichos lo estarán preparando para una «insatisfacción crónica» de por vida.

Hoy en día no es infrecuente que los padres, muy ocupados por otros menesteres, «sustituyan» la atención personal a sus hijos por regalos y concesiones, anticipándose incluso a que ellos los soliciten. De esta suerte, en lugar de transmitirles la convicción de que son unos privilegiados y deben estar agradecidos porque, además de la vida, han recibido y reciben de continuo y gratuitamente muchos bienes de los que otros tantos niños carecen, creamos en ellos el convencimiento de que «tienen derecho a todo».

Y, así, no solo los transformamos en unos déspotas o pequeños tiranos, sino que cuando, con el correr del tiempo, les sean negados justamente privilegios o beneficios que en realidad no merecen, se sentirán tremendamente frustrados e incluso albergarán una especie de resentimiento universal ante esa sociedad que les niega sus «derechos». ¡Y no digamos nada si llegan a ser objeto de alguna auténtica injusticia…!

Otorgar al niño cuando es pequeño todos sus antojos, no enseñarle a privarse incluso de lo que a

veces le es necesario, equivale a destinarlo a un futuro de continuo desengaño, de infelicidad e incluso de depresión inducida.

· Fomentar su justa independencia

En los primeros años, la relación madre-hijo es un idilio de ternura, absolutamente imprescindible también para el bebé. Son ya muchos los experimentos que prueban que los niños que crecen al amparo de sus madres, incluso en situaciones límite como podría ser una prisión, se desarrollan mejor desde el punto de vista físico y psíquico que aquellos otros atendidos por especialistas en las mejores condiciones materiales… pero privados del calor y la ternura que solo una madre puede aportar.

Sin embargo, a medida que el niño crece también la relación debe cambiar: con el paso del tiempo la madre ha de modular su insaciable deseo de mimos, besos y caricias… y nunca, si se

diera el caso, intentar sustituir las injustísimas desatenciones de un marido rutinario y apoltronado por las del hijo: el amor a este solo puede ejercer plenamente sus funciones beneficiosas cuando es el resultado y la prolongación del que los padres se tienen entre sí.

Por otro lado, si no sabe controlarse, la madre puede hacer que más tarde sus hijos se sientan insuficientemente queridos, pues las carantoñas que de críos les satisfacían ahora les resultan incluso molestas. Y que desarrollen a su respecto una actitud ambigua, pero siempre negativa:

a) por un lado, no son capaces de separarse de ella y valerse por sí mismos; y
b), por otro, al percibir que le resultan indispensables, la tiranizan y la maltratan. 2. Los primeros años de escuela
· «Ya voy a la guardería»

La entrada en el colegio o la guardería puede representar un momento delicado en la vida del niño y repercutir sobre el futuro rendimiento escolar. No es raro que los padres vivan el comienzo de las clases del chico con ilusionada satisfacción, como el inicio de una gran carrera (y a veces como una «liberación» de los cuidados del niño, que les roba parte de su tiempo). Pero el chiquillo tal vez la vivencie como la salida de su incontrastado reino infantil. La consecuencia puede ser un rechazo claro e inconsciente, que en ocasiones se manifiesta en aparente retraso o en concretas incapacidades escolares.

Los padres han de saber conjugar con prudencia el incremento de las atenciones al chico, que en ningún caso debe sentir que ha sido abandonado, y la fortaleza para hacerle comprender que inicia una nueva etapa y para que la viva con todas sus consecuencias, evitando las concesiones indulgentes («hoy hace frío, mejor que no vayas a la escuela», «la profesora no te trata bien»,

«tus compañeros son malos»…), que nacen de una malentendida compasión y ningún bien originan al chiquillo.

· Compartir sus experiencias

En cualquier caso, es oportuno hablar a los niños del colegio o del jardín de infancia antes de que comiencen a asistir a él, pero sin el exceso de énfasis que lo convertiría en un suceso de vital importancia… incrementando las repercusiones negativas que a veces (¡no es necesario que ocurra!) ese cambio puede provocar.

Más bien, con picardía y mano izquierda, habría que lograr que los críos lo deseen como una fuente de satisfacciones y de intereses y nuevos logros: conocer a futuros amigos, aprender cosas que hasta el momento no sabían, desarrollar habilidades antes inexistentes, empezar a

«ser mayores» porque ya son capaces de valerse por sí…
Salta a la vista el error de utilizar la escuela como advertencia correctiva, diciendo por ejemplo, «¡Me gustaría verte cuando estés en el colegio, entonces sí que te harán portarte como debes!». No solo se haría muy difícil que los chicos sintieran atracción hacia aquello que aún desconocen, sino que los padres que así razonan estarían minando de raíz su propia autoridad y ascendencia.

· No dejar de ser padres

Resulta muy conveniente conocer el colegio de nuestros hijos junto a ellos y acompañarles en las emociones que experimentan. Asimismo es importante, dentro de las posibilidades de cada familia, escoger bien el centro educativo.

Entre los criterios de elección, hoy más que nunca resulta vital la existencia de un clima lo más recto (y cristiano) posible, propicio para el desarrollo humano y espiritual de los chicos: pero sin

olvidar jamás que ni siquiera el mejor de los colegios exime a los padres de su compromiso y actuación educativa: conocer bien a sus hijos, tratarlos, orientarlos o re-orientarlos…

De hecho, uno de los factores que mayor daño está causando en las nuevas generaciones es la actitud combinada de:

a) unos padres que, con más o menos conciencia y voluntariedad (y de ordinario por dejadez presuntamente «justificada» por la falta de tiempo), reniegan de su condición de educadores natos e insustituibles, siempre responsables del desarrollo de sus hijos; y

b) ciertos gobiernos que se arrogan el derecho de educar como algo propio —no delegado de los padres—, y manipulan la educación con fines de partido… a veces en oposición neta a los ideales y convicciones de las familias que les han encomendado a sus hijos, incluso en temas —como la educación religiosa o de la sexualidad— de exclusiva competencia paterno-materna.

· Mostrarse disponibles

También en esta etapa, para conocer bien al niño, además de observarlo, hay que conversar con él, lo cual implica auténtica y no fingida disponibilidad… aunque esto implique un recorte de nuestros caprichos, de nuestro merecido descanso, o incluso de nuestro trabajo (no, sin embargo, salvo en situaciones muy excepcionales, de la atención debida al otro cónyuge… que acabaría por repercutir negativamente en el propio niño) .

No será tiempo perdido que la madre ¡y el padre! dediquen de vez en cuando un rato por las noches a hablar con el hijo una vez acostado. A menudo, estos momentos favorecen la confidencia. Escuchad sus preguntas, acaso inesperadas, sin nerviosismos o deseos de superar cuanto antes el mal trago.

Intentad responder con gracia y pertinencia, aprovechando la ocasión para reforzar el nexo afectivo que lo anime más tarde, cuando se presenten dificultades y problemas mayores, a dirigirse a vosotros con confianza. O simplemente cantad juntos, contaos chistes y divertios, pues el clima de alegría y buen humor es una de las claves más determinantes en la educación y en la buena marcha de cualquier familia.

· La tele y otros «intrusos»

Una vez en este punto, no cabe olvidar un personaje importante de la «familia», de enorme incidencia educativa: la televisión y todos sus «derivados o sucesores», como el ordenador, Internet, las videoconsolas…
Personajes que nos invaden, que ejercen una fuerte sugestión y tienden a aislar al espectador, provocando incluso enfermedades psíquicas ya bien comprobadas y, en cualquier caso,

alejándolo de la realidad concreta en que de hecho se mueve.

Multitud de estudios ponen de manifiesto los daños causados por el excesivo protagonismo de la televisión, en especial entre los niños. Son corrientes las quejas de los padres ante el influjo negativo que estos y otros medios, que las modas y los usos sociales… ejercen sobre sus hijos.

Sin embargo, habría que tener en cuenta una «ley» casi física: el ambiente exterior «entrará» en el hogar en la proporción exacta en que nosotros lo dejemos vacío; por el contrario, si sabemos llenar nuestra vida de familia, resulta prácticamente imposible que en ella «se cuele» nada inconveniente, por la sencilla razón de que no quedará espacio libre…

De ahí que los padres, sabiendo aprovechar también cuanto de positivo ofrece la nueva tecnología, deban en primer término llenar el hogar no sólo de cariño, sino de actividades mucho más provechosas, atrayentes y educativas que las que nos ofrecen de ordinario esos otros medios: excursiones en común, tertulias amenas y formativas, «clubes» de papiroflexia, de

juegos de manos, de lectura o teatro, juegos entre los hermanos o con sus amigos… y un largo etcétera, que depende de las habilidades y aficiones de cada cual.

Claro que todo ello requiere esfuerzo y dedicación por parte de los padres, mientras que instalar a los chicos delante de la tele o la videoconsola los deja en libertad para dedicarse a sus cosas… o para instalarse también ellos delante de la caja boba o del ordenador.

Por eso, y porque la atracción de tales medios es muy fuerte, los padres —además de dar ejemplo de sobriedad en su uso— han de ejercitar una cierta disciplina y vigilancia, evitando sobre todo que los breves momentos de vida familiar de las comidas sean sacrificados al pequeño ídolo de la televisión, eligiendo los programas más convenientes y estableciendo un horario o alguna otra regla práctica para la utilización de la tele y aparatos similares.

Por otro lado, a medida que los hijos crezcan, les ayudará el cultivar su sentido crítico, su sensibilidad ética y su buen gusto, hablando juntos de los programas, juzgándolos y seleccionándolos mediante un intercambio de ideas que, en lugar de sustituirlo, estimule el diálogo familiar.

3. La adolescencia

· ¡Llegó el momento tan temido!

El día en que el niño más afectuoso, bueno y simpático se torne arisco, rebelde, insolente, contradictorio e insoportable, no hay ni que asustarse ni que preguntarle por qué actúa de ese modo, ni que llevarlo al médico. Simplemente hay que caer en la cuenta de que ha entrado en la pubertad, edad ciertamente crítica… «sobre todo para los padres».

Digo esto con cierta ironía, pero con total convencimiento. El hecho de que en mi hogar haya

habido hasta siete adolescente —¡seis de ellos simultáneos!—, junto con la observación de lo que ocurre en familias amigas, me ha conducido a advertir con claridad que, por decirlo de manera un tanto paradójica, la adolescencia está «pensada» sobre todo para que los padres maduremos, crezcamos como personas y, en definitiva, avancemos en el camino de la santidad, más fiados en Dios que en nuestras propias fuerzas.

Sobre todo cuando, en buena parte como fruto de nuestro empeño, los hijos han llevado una vida que nuestros amigos califican como «ejemplar», el ver que al llegar a cierto tramo del camino parece que «se nos van de las manos» y empiezan a adoptar actitudes que no son de nuestro gusto, constituye un medio eficacísimo para «devolvernos a nuestro sitio»: sobre todo, para descubrir de veras —y no solo en teoría— que es Dios el auténtico forjador de su carácter y para abandonarnos en Sus manos, sabiendo que Él los quiere mucho más y mejor que cualquiera de nosotros.

Aclarado lo cual, hay que reconocer que la adolescencia acarrea también problemas al chico y a la chica. Pero tal vez convenga tener en cuenta que, para ellos, está llena de fascinación, además que de malestar y molestias; de expectativas, además que de inseguridades; de sueños, además que de temores… En cualquier caso, cuidémonos mucho de olvidar que todos los chicos y las chicas tienen derecho a llegar a ese periodo y «navegar y naufragar» durante un tiempo en él… como asimismo hemos llegado —y hemos salido— cada uno de nosotros.

· Un periodo de crecimiento
La transformación de esos años es a la vez fisiológica y espiritual.

En esa edad se cae en la cuenta de ser «persona», dotada de vida interior; se descubre y se escruta la propia intimidad con la fascinación y el temor con que se explora un territorio nuevo,

que además nos pertenece por completo. De aquí la extrema atención del adolescente hacia su «yo» que puede parecer egoísmo y narcisismo.
Todo lo cual, con independencia de los inconvenientes que de ordinario lleva aparejados, es fundamentalmente positivo.

Como veremos de inmediato, el chico o la chica están alcanzando por ver primera, en el ámbito psicológico y ético, la estricta condición de persona… aun cuando de un modo todavía muy imperfecto y repleto de zozobras y ambigüedades.

Vale la pena no perder de vista esta perspectiva, lo mismo que el carácter normalmente pasajero de esta etapa, si queremos eliminar dramatizaciones que solo conseguirán hacer más oscura y dolorosa la senda que nuestros hijos están transitando.

· Dejando de ser niños… para comenzar a ser «otra cosa»

Por lo común, la adolescencia comienza a los once o doce años para las chicas, y uno o dos años más tarde para los chicos, y dura de dos a cuatro años. Aunque en la actualidad, y sobre todo en algunos lugares, tiende a adelantar su comienzo… y a retrasar su término, hasta el punto de que se han vuelto comunes expresiones como «eternos adolescentes», padres y madres… o incluso abuelos que no han abandonado esa condición.

De ordinario, según apunté, se trata de una crisis de crecimiento y emancipación: todo en el adolescente le impulsa a no seguir siendo ese niño que hasta ahora los suyos conocían, pero tampoco desea ser un adulto según los modelos que tiene frente a él: rechaza ser como se querría que llegara a ser, y teme transformarse en un ideal que de hecho anhela al tiempo que desconoce. Por eso intenta, antes que nada, «no ser».

De ahí el espíritu de contradicción, que es en el fondo la única posible forma provisional de ser

algo completamente nuevo… que no sabe bien qué es. Por eso el adolescente puede rechazar de los adultos hasta las más mínimas observaciones, consejos, peticiones de información sobre sus actividades, juicios sobre su comportamiento: en todo siente la amenaza de ser definido y él querría ser indefinible.

· … y acabar siendo ellos mismos

Existe, sin embargo, otra razón de fondo y tremendamente positiva para ese repudio universal. Hasta el momento, con los matices pertinentes, el chico o la chica se han guiado por lo criterios paterno-maternos o, en todo caso, exteriores a ellos.

Mas obsérvese bien: el único modo de que tales normas lleguen a ser propias —cosa del todo necesaria para una existencia adulta y responsable— es recusar por completo todo aquello que

se considera ajeno e impuesto, para construir y apropiarse su personal escala de valores.

Por lo común, si desde el nacimiento hasta el momento de la crisis la educación del chico ha sido la adecuada, si ha habido diálogo e interés real por parte de los padres, si se ha huido de la imposición arbitraria y razonado los motivos de cada comportamiento… el joven acabará adoptando como propias —en el más hondo sentido de la expresión— unas directrices similares a las de su familia, aunque mucho más maduras.

De lo contrario, resulta difícil prever en qué puede desembocar todo el proceso. De ahí que convenga prestar atención a dos verdades muy serias, pero que expresaré con un toque de humor:

a) ningún hijo «nace» adolescente; tenemos al menos diez años antes de la etapa temida para ganarnos su amistad y poner las bases de una personalidad sana y coherente;

b) en los tiempos que corren, ningún padre debería preocuparse gravemente por un hijo hasta que, pasada la barrera de los cuarenta, aún no hubiera sentado cabeza.

· ¿Contradictorios e incomprensibles?

Dando un buen salto atrás, la edad fronteriza de la adolescencia suele ir acompañada de un humor inestable y de irritabilidad: casi ningún adolescente se encuentra a gusto, antes que nada, con la persona que le resulta más cercana e inevitable: él mismo.

Por otro lado, las manifestaciones externas de cariño por parte de los mayores parecen molestar al adolescente, que se siente tratado como un crío, pero al mismo tiempo es muy susceptible respecto a cualquier falta de atención o muestra de indiferencia: casi sin advertirlo, proyecta sobre la actitud de los adultos el concepto empobrecido y ambiguo que tiene de sí mismo.

En su pretensión de ser esa persona mayor que aún ignora, se defiende de la propia sensibilidad y de la necesidad de ternura ostentando dureza y cinismo.

Ya no es la edad de las grandes amistades, sino del grupo: parece que solo en él, entre sus semejantes, interpretando todos el mismo papel con tácita complicidad, se siente seguro.

· Lo que podemos hacer

a) Crecer nosotros mismos. Una vez que se toma conciencia de todo esto, ¿cómo comportarse con un adolescente para poder vivir juntos y ayudarle?

Ante todo con mucha más madurez que él. Como aplicación muy concreta de lo que antes sostenía —que la adolescencia está pensada más que nada para los padres—, cuando el

muchacho o la muchacha cambia nosotros no podemos quedarnos atrás: debemos cambiar con ellos, pegar un auténtico estirón, dar un salto de calidad.

Si el adolescente ya no quiere salir con nosotros, si comienza a mostrarse cerrado y molesto, es menester que nuestra presencia se haga más discreta y, sobre todo, evitar cualquier reproche por no ser ya cariñoso o simpático… «¡cómo cuando eras más pequeño!».

Habrá que estar atentos y tener detalles con él, pero sin hacerlos pesar ni darle nunca la impresión de que se le vigila o se está mendigando su cariño. Es normal que no venga a mostrarnos su intimidad. De nada sirve decirle que se abra, que la madre o el padre son sus mejores amigos. Habrá que buscar las ocasiones de diálogo y de confidencia —habitualmente muy breves, circunstanciales y esporádicas— pero sin jamás forzarlas.

b) Y ayudarles a crecer. El justo deseo de autonomía que se desarrolla en el adolescente debe ser bien apreciado y favorecido, sin demasiado miedo, aunque también sin confundir autonomía con ausencia de lazos.

Para él es importante sentir que goza de nuestra confianza, que se le estima. Los padres, por otro lado, no han de presuponer en su comportamiento una intención malévola que en realidad no existe, siendo más bien fruto del mismo desconcierto del chico.

De ordinario, no es oportuno suprimir las causas de su inseguridad o de sus preocupaciones, resolviéndole nosotros sus problemas. A menudo una ayuda no necesaria significa de hecho una limitación y una humillación para quien la recibe.

El resultado sería un aumento de su ambivalente y nunca voluntariamente manifestada sensación de insuficiencia, que le impediría aprender por medio de su experiencia personal. Por

eso, cuando se estime oportuno proporcionarle un apoyo extra, es bueno que él busque junto con vosotros la solución y se sienta responsable de lo decidido.

Actuando de esta forma, la adolescencia, en la que no cabe evitar sobresaltos y turbulencias, podría muy bien transcurrir sin esos «visos dramáticos» que a menudo la acompañan… y culminar con una maduración nada traumática y bastante definitiva del chico o de la chica.

Tomás Melendo Granados

Catedrático de Filosofía (Metafísica) Director Académico de los Estudios Universitarios sobre la Familia Universidad de Málaga (UMA), España

Arrepentimiento y perdón

Arrepentimiento y perdón

Por monseñor José Ignacio Munilla, obispo de San Sebastián

SAN SEBASTIÁN, sábado, 19 de marzo de 2011 (ZENIT.org).- Publicamos el mensaje que ha escrito monseñor José Ignacio Munilla, obispo de San Sebastián, en esta Cuaresma sobre el «arrepentimiento y perdón».

 

 

 

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En este tiempo de Cuaresma la Iglesia reitera la llamada de Jesucristo en el inicio de su ministerio en Galilea: «Convertíos y creed en el Evangelio» (cf. Mc 1, 15). Afortunadamente, en nuestros días el concepto de «conversión» goza de una notable salud, en la medida en que es entendido como una reorientación positiva de nuestras opciones personales. Por el contrario, existe una indisimulada alergia hacia el concepto de «arrepentimiento», por cuanto la autoinculpación suele ser percibida como un retroceso al pasado, contradictorio con la mirada al futuro, incluso como una humillación.

Ahora bien, ¿es posible la «conversión» sin el «arrepentimiento» del mal cometido? La pregunta podría parecer superflua, ya que la respuesta negativa es obvia. Sin embargo, cuando la Iglesia ha predicado la importancia del arrepentimiento por la violencia generada en nuestro pasado reciente, hemos escuchado con perplejidad algunas voces que afirman que en el Evangelio, el perdón de Jesucristo en ningún caso está condicionado al arrepentimiento del pecador. Se trata de una devaluada interpretación del Evangelio, según la cual el anuncio del amor de Dios a todos -buenos y malos-, así como el mandamiento de Cristo de perdonar a nuestros enemigos, habría que entenderlos en el sentido de una declaración de indulto colectivo, independiente de todo posible arrepentimiento o cambio de vida.

En primer lugar, es muy importante leer el Evangelio en su integridad, sin caer en la tentación de seleccionar las palabras de Jesucristo según nuestra conveniencia. En efecto, el mismo Jesús que dijo «amad a vuestros enemigos» (Mt 5, 44), afirmó igualmente: «Si no os convertís, todos pereceréis» (Lc 13, 3). La parábola de la higuera estéril, en la que se plantea la cuestión de si se debe arrancar la higuera que no da fruto, concluye integrando la misericordia y la justicia de Dios: «Señor, déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto. Si no, el año que viene la cortarás» (Lc 13, 8-9).

Por lo tanto, no es cierto que el perdón no esté condicionado al arrepentimiento. Una cosa es el amor incondicional de Dios anunciado por Cristo; y otra muy distinta, que ese amor sea acogido o rechazado por cada uno de nosotros, según la propia conversión u obstinación. Dicho de otra forma: el arrepentimiento es la apertura del hombre al perdón de Dios. Por el contrario, la falta de arrepentimiento es el rechazo del perdón de Dios.

La presentación del amor incondicional de Dios, a modo de un indulto general indiscriminado, no solamente choca con los abundantes pasajes evangélicos que hablan de la posibilidad real de la perdición del hombre (cf. Mt 25, 31ss); sino que tampoco se compagina con la imagen de un Dios que respeta la libertad y la dignidad del hombre. Decía San Agustín: «El que te creó sin ti, no te salvará sin ti». Es decir, siendo cierto que la voluntad de Dios es que todos los hombres se salven, sin embargo, para ello es necesario que cada uno coopere libremente, abriéndose a la gracia de la conversión. No olvidemos que Cristo crucificado ofrece su perdón incondicional a los dos ladrones que compartían su suplicio; pero mientras uno de ellos acoge su misericordia con un profundo arrepentimiento, el otro la rechaza reafirmándose en su obstinación, (bien entendido que a nosotros no nos corresponde juzgar el destino eterno de aquel ladrón).

El error teológico del que estamos tratando, tiene a mi juicio una cierta influencia protestante. Mientras que Lutero subrayaba que la salvación se alcanzaba por la «sola fides» (es decir, exclusivamente a través de la fe), el Concilio de Trento le respondía afirmando que la justificación del hombre requiere de la fe y de las buenas obras. Es muy ilustrativo el ejemplo que utilizó Lutero para explicar la justificación del hombre ante Dios: «De la misma forma en que la nieve cubre de blanco el montón de estiércol que está en medio del campo, así también la misericordia de Dios cubre la muchedumbre de nuestros pecados con su manto…». Sin embargo, los católicos creemos que la gracia de Dios no se limita a «tapar» el estiércol, sino que produce el milagro de la sanación y santificación de nuestra condición pecadora. (Cabe matizar que en los últimos años se han dado grandes avances en esta cuestión, dentro del diálogo ecuménico con los protestantes).

Pero vamos a ser claros, porque todos somos conscientes de que si hoy estamos debatiendo esta cuestión, desgraciadamente no es porque hayamos entrado en la Cuaresma, sino por la aplicación política que se pretende extraer de la disociación entre perdón y arrepentimiento. La Iglesia no tiene ninguna intención de entrar en el terreno reservado a la legítima pluralidad política; pero tampoco puede permanecer callada cuando el Evangelio es deformado y puesto al servicio de las diferentes ideologías.

Me limito a añadir que la llamada al arrepentimiento para poder acoger el perdón, no es solamente una doctrina específica de los cristianos, sino que también está fundada en una ética natural, aplicable a todo ser humano. La práctica totalidad de los sistema judiciales, supeditan la aplicación de determinadas medidas de gracia a las muestras de arrepentimiento de los delincuentes. Lo contrario no sería ni justo, ni evangélico. De hecho, cuando aceptamos que las penas privativas de la libertad en un estado de derecho no deben tener una finalidad meramente punitiva, sino que también han de estar orientadas a la reeducación y a la reinserción social, estamos reconociendo implícitamente este principio.

Tampoco debemos olvidar que aunque la conversión cristiana requiere del arrepentimiento, lo supera ampliamente: La conversión conlleva la apertura al don de la misericordia, la cual nos permite amar a todos -incluso a nuestros enemigos- con el mismo amor de Cristo. ¡Qué gran ocasión tenemos esta Cuaresma de abrirnos a la gracia de la conversión en el sacramento de la Penitencia! Es ahí donde recibimos el don de «nacer de nuevo» (cf. Jn 3).

Aprender a ser padres

Autor: Tomás Melendo Granados

Diez principios y una clave para educar correctamente

Un memorándum, el más accesible y concreto posible, de los principales criterios y sugerencias sobre «el arte de las artes», como ha sido llamada la educación

Padre y madre son, por naturaleza, los primeros e irrenunciables educadores de su hijos. Su misión no es fácil. Está llena de contrastes en apariencia irreconciliables: han de saber comprender, pero también exigir; respetar la libertad de los chicos, pero a la vez guiarles y corregirles; ayudarles en sus tareas, pero sin sustituirlos ni evitarles el esfuerzo formativo y la satisfacción que el realizarlas lleva consigo…

De ahí que los padres tengan que aprender por sí mismos a serlo… y desde muy pronto. En ningún oficio la capacitación profesional comienza cuando el aspirante alcanza puestos de relieve y tiene entre sus manos encargos de alta

responsabilidad. ¿Por qué en el «oficio de padres» debería ser de otra forma? ¿Acaso porque se trata más de un arte que de una ciencia? De acuerdo; pero en ningún arte bastan la inspiración y la intuición; es menester también instruirse, formarse.

En cualquier caso, aprender este «oficio» no consiste en proveerse de un

Diez principios y una clave para educar correctamente

conjunto de recetas o soluciones ya dadas e inmediatamente aplicables a los problemas que van surgiendo. Tales recetas no existen. Existen, por el contrario, principios o fundamentos de la educación, que iluminan las distintas situaciones: los padres deben conocerlos muy a fondo, hasta hacerlos pensamiento de su pensamiento y vida de su vida, para con ellos encarar la práctica diaria.

Teniendo esto claro, y sin demasiadas pretensiones, ofreceré un memorándum, el más accesible y concreto posible, de los principales criterios y sugerencias sobre «el arte de las artes», como ha sido llamada la educación.

— Tres consejos de primer orden.

1) La primera cosa que los padres necesitan para educar es un verdadero y cabal amor a sus hijos.

Según escribe G. Courtois en El arte de educar a los muchachos de hoy, la educación requiere, además de «un poco de ciencia y de experiencia, mucho sentido común y, sobre todo, mucho amor». Con otras palabras, es preciso dominar algunos principios pedagógicos y obrar con sentido común, pero sin suponer que baste aplicar una bonita teoría para obtener seguros resultados.

¿Por qué? Entre otros motivos, porque «cada niño es un caso» absolutamente irrepetible, distinto de todos los demás. Ningún manual es capaz de explicarnos ese «caso» concreto. Hay que aprender a modular los principios a tenor del temperamento, la edad y las circunstancias en que se encuentren los hijos. Y solo el amor permite conocer a cada uno de ellos tal como es hoy y ahora y actuar en consecuencia: aun concediendo la parte de verdad que encierra el dicho de que «el amor es ciego», resulta mucho más profundo y real sostener que es agudo y perspicaz, clarividente; y que, tratándose de personas, solo un amor auténtico nos capacita para conocerlas con hondura.

De hecho, será el amor el que enseñe a los padres a descubrir el momento más adecuado para hablar y para callar; el tiempo para jugar con los niños e interesarse por sus problemas sin someterlos a un interrogatorio y el de respetar su necesidad de estar a solas; las ocasiones en que conviene «soltar un poco de cuerda» y «no darse por enterados» frente a aquellas otras en que lo que procede es intervenir con decisión e incluso con resuelta viveza…

Y, según decía, en todo este difícil arte los padres resultan insustituibles. Un matrimonio muy agobiado por su trabajo profesional buscaba en una tienda de juguetes un regalo para su niño: pedían algo que lo divirtiera, lo mantuviese tranquilo y, sobre todo, le quitara la sensación de estar solo. Una dependiente inteligente les explicó: «lo siento, pero no vendemos padres».

2) La primera cosa que el hijo necesita para ser educado es que sus padres se quieran entre sí.

«Hacemos que no le falte de nada, estamos pendientes hasta de sus menores caprichos, y sin embargo…».

Expresiones como ésta las oímos a menudo, proferidas por tantos padres que se vuelcan aparentemente sobre sus hijos —alimentos sanos, reconstituyentes, juegos, vestidos de marca,

vacaciones junto al mar, diversiones, etc.—, pero se olvidan de la cosa más importante que precisan los críos: que los propios padres se amen y estén unidos.

El cariño mutuo de los padres es el que ha hecho que los hijos vengan al mundo. Y ese mismo afecto recíproco debe completar la tarea comenzada, ayudando al niño a alcanzar la plenitud y la felicidad a que se encuentra llamado. El complemento natural de la procreación, la educación, ha de estar movido por las mismas causas —el amor de los padres— que engendraron al hijo.

Desde hace ya bastantes siglos se ha dicho que, al salir del útero materno, donde el líquido amniótico lo protegía y alimentaba, el niño reclama imperiosamente otro «útero» y otro «líquido», sin los que no podría crecer y desarrollarse; a saber, los que originan el padre y la madre al quererse de veras.

Por eso, cada uno de los esposos debe engrandecer la imagen del otro ante los hijos y evitar cuanto pueda hacer disminuir el cariño de éstos hacia su cónyuge. Desde que los críos son muy pequeños, además de manifestar prudente pero claramente el afecto que los une, los padres han de prestar atención a no hacerse reproches mutuos delante de ellos, a no permitir uno lo que el otro prohíbe, a evitar de plano ciertas aberrantes recomendaciones al niño: «esto no se lo digas a papá (o a mamá)», etc.

3) Enseñar a querer.

Como acabamos de ver, el principio radical de la educación es que los padres se quieran entre sí y, como fruto de ese amor, que quieran de veras a sus hijos; el fin de esa educación es que los hijos, a su vez, vayan aprendiendo a querer, a amar.
Curiosamente y en compendio, educar es amar, y amar es enseñar a amar.

Según explica Rafael Tomás Caldera, «la verdadera grandeza del hombre, su perfección, por tanto, su misión o cometido, es el amor. Todo lo otro —capacidad profesional, prestigio, riqueza, vida más o menos larga, desarrollo intelectual— tiene que confluir en el amor o carece en definitiva de sentido»… e incluso, si no se encamina al amor, pudiera resultar perjudicial.

La entera tarea educativa de los padres ha de dirigirse, pues, en última instancia, a incrementar la capacidad de amar de cada hijo y a evitar cuanto lo torne más egoísta, más cerrado y pendiente de sí, menos capaz de descubrir, querer, perseguir y realizar el bien de los otros.

Sólo así contribuirán eficazmente a hacerlos felices, puesto que la dicha —como muestran desde los filósofos más clásicos hasta los más certeros psiquiatras contemporáneos— no es sino el efecto no buscado de engrandecer la propia persona, de mejorar progresivamente: y esto solo se consigue amando más y mejor, dilatando las fronteras del propio corazón.

— Siete recomendaciones más.

4) El mejor educador es el ejemplo.

Los niños tienden a imitar las actitudes de los adultos, en especial de los que quieren o admiran. Jamás pierden de vista a los padres, los observan de continuo, sobre todo en los primeros años. Ven también cuando no miran y escuchan incluso cuando están super-ocupados jugando. Poseen una especie de radar, que intercepta todos los actos y las palabras de su entorno.

Por eso los padres educan o deseducan, ante todo, con su ejemplo.

Además, el ejemplo posee un insustituible valor pedagógico, de confirmación y de ánimo: no hay mejor modo de enseñar a un niño a tirarse al agua que hacerlo con él o antes que él. Las

palabras vuelan, pero el ejemplo permanece, ilumina las conductas… y arrastra.

En el extremo opuesto la incongruencia entre lo que se aconseja y lo que se vive es el mayor mal que un padre o una madre puede infligir a sus hijos: sobre todo a determinadas edades, cuando el sentido de la «justicia» se encuentra en los chicos rígidamente asentado, sobre-desarrollado… y dispuesto a enjuiciar con excesiva dureza a los demás.

5) Animar y recompensar.

El niño es muy receptivo. Si se le repite con frecuencia que es un maleducado, un egoísta, que no sirve para nada, se creerá y será verdaderamente maleducado, egoísta, e incapaz de realizar tarea alguna…«aunque no fuera sino para no defraudar a sus padres».

Es mejor que tenga un poco de excesiva confianza en sí mismo, que demasiado poca. Y si lo vemos recaer en algún defecto, resultará más eficaz una palabra de ánimo que echárselo en cara y humillarlo. Mostrar al hijo que confiamos en sus posibilidades es para él un gran incentivo; en efecto, el pequeño —como, con matices, cualquier ser humano— se encuentra impulsado a llevar a la práctica la opinión positiva o negativa que de él se tiene y a no defraudar nuestras expectativas al respecto.

Cuando hace una observación correcta, incluso opuesta a la que nosotros acabamos de comentar o sugerir, no hay que tener miedo a darle la razón. No se pierde autoridad; más bien al contrario, la ganamos, puesto que no la hacemos residir en nuestros puntos de vista, sino en la misma verdad objetiva de lo que se propone.

Al animar y elogiar es preferible estar más atentos al esfuerzo hecho que al resultado obtenido. En principio, no se debe recompensar al niño por haber cumplido un deber o por haber tenido éxito en algo, si el conseguirlo no le ha supuesto un empeño muy especial. Un regalo por unas

buenas calificaciones es deformante. Las buenas calificaciones, junto con la demostración de nuestra alegría por ese resultado, deberían ser ya un premio que diera suficiente satisfacción al niño.

Tampoco es bueno multiplicar desmesuradamente las gratificaciones. Por un lado, porque se le enseña a actuar no por lo que en sí mismo es bueno, sino por la recompensa que él recibe (o, lo que es idéntico, a pensar más en sí mismo que en los otros). Y además, porque cuando éstas vinieran a faltar, el pequeño se sentirá decepcionado: premiar reiteradamente lo que no lo merece equivale a transformar en un castigo todas las situaciones en que esa compensación esté ausente.

Conviene no olvidar una ley básica: educar a alguien no es hacer que siempre se encuentre contento y satisfecho, por tener cubiertos todos sus caprichos o deseos, sino ayudarle a sacar de

sí (e-ducir), con el esfuerzo imprescindible por nuestra parte y la suya, toda esa maravilla que encierra en su interior y que lo encumbrará hasta la plenitud de su condición personal… haciéndolo, como consecuencia, muy dichoso.

6) Ejercer la autoridad, sin forzarla ni malograrla.

Por lo mismo, para educar no son suficientes el cariño, el buen ejemplo y los ánimos; es preciso también ejercer la autoridad, explicando siempre, en la medida de lo posible, las razones que nos llevan a aconsejar, imponer, reprobar o prohibir una conducta determinada.

La educación al margen de la autoridad, en otro tiempo tan pregonada, se presenta hoy como una breve moda fracasada y obsoleta, contradicha por aquellos mismos que la han sufrido. El niño tiene necesidad de autoridad y la busca. Si no encuentra a su alrededor una señalización y una demarcación, se torna inseguro o nervioso.

Incluso cuando juegan entre ellos, los niños inventan siempre reglas que no deben ser transgredidas. Por lo demás, todos sabemos lo antipáticos, molestos y tiránicos que son los hijos de los otros, cuando están malcriados, habituados a llamar siempre la atención y a no obedecer cuando no tienen ganas.

Pero tratándose de los propios, es más difícil un juicio lúcido. No se sabe bien si imponerse o abajarse a pactar y dejar hacer, para no correr el riesgo de tener una escena en público…, o acabar la cuestión con una explosión de ira y una regañina (que después deja más incómodos a los padres que al niño).

Por detrás de esta inseguridad, hay siempre una extraña mezcla de miedos y prevenciones. El horror a perder el cariño del chiquillo, el temor a que corra algún riesgo su incolumidad física, el pavor a que nos haga quedar mal o nos provoque daños materiales.

En definitiva, aunque no lo advirtamos ni deseemos, nos queremos más a nosotros mismos que al chico o la chica, anteponemos nuestro bien al suyo. De ahí que, si por encima de tantos temores prevaleciera el deseo sincero y eficaz de ayudar al crío a reconocer los propios impulsos egoístas, la codicia, la pereza, la envidia, la crueldad, etc., no existiría esa sensación de culpa cuando se lo corrigiera utilizando el propio ascendiente.

· Con base en lo expuesto hasta aquí, y aun cuando no esté de moda, es menester reiterar de modo claro y neto la imposibilidad de educar sin ejercer la autoridad (que no es autoritarismo) y exigir la obediencia desde el mismo momento en que los niños empiezan a entender lo que se les pide. Por eso, es importante que los padres, explicando siempre los motivos de sus decisiones, indiquen a los niños lo que deben hacer o evitar, no dejando por comodidad caer en el olvido sus órdenes, ni permitiendo que los niños se les opongan abiertamente.

Como consecuencia, un criterio básico en la educación del hogar es que deben existir muy pocas normas y muy fundamentales y nunca arbitrarias, lograr que siempre se cumplan… y dejar una enorme libertad en todo lo opinable, aun cuando las preferencias de los hijos no coincidan con las nuestras: ¡ellos gozan de todo el «derecho» a llegar a ser aquello a lo que están llamados… y nosotros no tenemos ninguno a convertirlos en una réplica de nuestro propio yo!

A veces, sin embargo, se prohíbe algo sin saber bien por qué, qué es lo que encierra de malo, sólo por impulso, por las ganas de estar tranquilos o porque uno se siente nervioso y todo le molesta. Se compromete así la propia autoridad sin que sea necesario, abusando de ella… y se desconcierta a los muchachos, que no saben por qué hoy está vedado lo que ayer se veía con buenos ojos.

Cualquier niño sano tiene necesidad de movimiento, de juego inventivo y de libertad.

Interviniendo de manera continua e irrazonable se acaba por hacer de la autoridad algo insufrible. Como aquella madre de la que se cuenta que decía a la niñera: «Ve al cuarto de los niños a ver que están haciendo… y prohíbeselo».

Por otro lado, la convicción del niño de que nunca hará desistir a los padres de las órdenes impartidas posee una extraordinaria eficacia, y ayuda enormemente a calmar las rabietas o a que no lleguen a producirse.

(Lo más opuesto a esto, como ya he insinuado, es repetir veinte veces la misma orden —lávate los dientes, dúchate, vete ya a dormir…— sin exigir que se cumpla de inmediato: provoca un enorme desgaste psíquico, tal vez sobre todo a las madres, que suelen pasar mayor parte del día bregando con los críos, al tiempo que disminuye o elimina la propia autoridad).

· Vale asimismo la pena estar atentos al modo como se da una indicación. Quien ordena

secamente o alzando sin motivo el volumen de la voz deja siempre traslucir nerviosismo y poca seguridad. Un tono amenazador suscita con razón reacciones negativas y oposiciones. Demos las órdenes o, mejor, pidamos por favor, con actitud serena y confiando claramente en que vamos a ser obedecidos.

Reservemos los mandatos estrictos para las cosas muy importantes. Para las demás peticiones resultará preferible utilizar una forma más blanda: «¿serías tan amable de…?», «¿podrías, por favor…?», «¿hay alguno que sepa hacer esto?». De este modo, se estimulará a los críos para que realicen elecciones libres y responsables, y se les dará la ocasión de actuar con autonomía e inventiva, de sentirse útiles… y experimentar la satisfacción de tener contentos a sus padres.

A veces es necesario pedir al hijo un esfuerzo mayor del acostumbrado; convendrá entonces crear un clima favorable. Si, por ejemplo, sabéis que vuestro cónyuge está particularmente cansado o lo atenaza una jaqueca insufrible, hablaréis a solas con el niño y le diréis: «Mamá (o papá) tiene un fuerte dolor de cabeza; por eso, esta tarde te pido un empeño especial para hacer el menos ruido posible…».

Quizá sea oportuno darle una ocupación, y dirigirle una mirada cariñosa o una caricia, de vez en cuando, para recompensar sus desvelos… sin olvidar que en este, como en los restantes casos, hay que arreglárselas para que el niño cumpla su obligación.

Firmeza, por tanto, para exigir la conducta adecuada, pero dulzura extrema en el modo de sugerirla o reclamarla.

7) Saber regañar y castigar.

Los ánimos y las recompensas no son normalmente suficientes para una sana educación. Un reproche o una punición, dados de la manera oportuna, proporcionada y sin arrepentimientos

injustificados, contribuirá a formar el criterio moral del muchacho.

Sensata e inteligente debe ser la dosificación de las reprimendas y de los castigos. La política del «dejar hacer» es típica de los padres o débiles o cómplices.

También en la educación, la «manga ancha» viene dictada a menudo por el temor de no ser obedecido o por la comodidad («haz lo que quieras, con tal de dejarme en paz»)… que no son sino otros tantos modos de amor propio: de preferir el propio bien (no esforzarse, no sufrir al demandar la conducta correcta) al de los hijos.

Pero resultaría pedante, o incluso neurótico, un continuo y sofocante control de los chicos, regañados y castigados por la más mínima desviación de unos cánones despóticos establecidos por los padres.

Para que una reprensión sea educativa ha de resultar clara, sucinta y no humillante. Hay por tanto que aprender a regañar de manera correcta, explícita, breve, y después cambiar el tema de la conversación. En efecto, no se debe exigir que el hijo reconozca de inmediato el propio mal y pronuncie un mea culpa, sobre todo si están presentes otras personas (¿lo hacemos nosotros, los adultos?).

Convendrá también elegir el lugar y el momento pertinente para reprenderle; a veces será necesario esperar a que haya pasado el propio enfado, para poder hablar con la debida serenidad y con mayor eficacia.

Por otro lado, antes de decidirse a dar un castigo, conviene estar bien seguros de que el niño era consciente de la prohibición o del mandato.

Naturalmente, hay que evitar no solo que la sanción sea el desahogo de la propia rabia o malhumor, sino también que tenga esa apariencia. Tratándose de fracasos escolares, conviene saber juzgar si se deben a irresponsabilidad o a limitaciones difícilmente superables del chico o de la chica.

Cuando se reprenda es menester además huir de las comparaciones: «Mira cómo obedece y estudia tu hermana…». Las confrontaciones sólo engendran celos y antipatías.

Tener que castigar puede y debe disgustarnos, pero a veces es el mejor testimonio de amor que cabe ofrecer a un hijo: el amor «todo lo sufre», cabría recordar con san Pablo,… incluso el dolor de los seres queridos, siempre que tal sufrimiento sea necesario.

Ningún temor, por tanto, a que una corrección justa y bien dada disminuya el amor del hijo respecto a vosotros. A veces se oye responder al muchacho castigado: «¡No me importa en absoluto!». Podéis entonces decirle, con toda la serenidad de que seáis capaces: «No es mi propósito molestarte ni hacerte padecer».

8) Formar la conciencia.

En nuestra sociedad, los niños resultan bombardeados por un conjunto de eslóganes y de frases que transmiten «ideales» no siempre acordes con una visión adecuada del ser humano, e incapaces por tanto de hacerlos dichosos.

La solución no es un régimen policial, compuesto de controles y de castigos. Es menester que los hijos interioricen y hagan propios los criterios correctos, que formen su conciencia, aprendiendo a distinguir claramente lo bueno de lo malo.

Y para ello no basta con decirles: «¡Esto no está bien!» o, menos todavía, «¡Esto no me gusta!».

Se corre el riesgo de transformar la moral en un conjunto de prohibiciones arbitrarias, carentes de fundamento. Por el contrario, es muy importante «educar en positivo», como se suele afirmar; lo cual equivale, en mi opinión, a mostrar la belleza y la humanidad de la virtud alegre y serena, desenvuelta y sin inhibiciones. Para lograrlo, hay que esforzarse por vivir la propia vida, con todas sus contrariedades, como una gozosa aventura que vale la pena componer cada día.

En tales circunstancias, al descubrir la hermosura y la maravilla de hacer el bien, el niño se sentirá atraído y estimulado para obrar correctamente.

Además, interesa hacer comprender lo decisiva que es la intención para determinar la moralidad

de un acto, y ayudar a los hijos a preguntarse el porqué de un determinado comportamiento. A tenor de sus respuestas, se les hará ver la posible injusticia, envidia, soberbia, etc., que los ha motivado. El denominado complejo de culpa, es decir, la obscura y angustiosa sensación de haberse equivocado, acompañada de miedo o de vergüenza, nace justo de la falta de un valiente y sereno examen de la calidad moral de nuestros actos. Por el contrario, como muestran también los psiquiatras más avezados, es necesario y sano el sentido del pecado. La clara percepción de las propias concesiones y faltas, con las que hemos vuelto las espaldas a Dios, provoca un remordimiento que activa y multiplica las fuerzas para buscar de nuevo el amor que perdona.

Para formar la conciencia puede también ser útil comentar con el niño la bondad o maldad de las situaciones y hechos de los que tenemos noticia, así como sugerirle la práctica del examen de conciencia personal al término del día, acaso ayudándole en los primeros pasos a hacerse las preguntas adecuadas. A medida que crece, hay que dejarle tomar con mayor libertad y

responsabilidad sus propias decisiones, diciéndole como mucho: «Yo, de ti, lo haría de este o aquel modo» y, en su caso, explicándole brevemente el porqué.

9) No malcriar a los niños.

Se malcría a un niño con desproporcionadas o muy frecuentes alabanzas, con indulgencia y condescendencia respecto a sus antojos. Se lo maleduca también convirtiéndolo a menudo en el centro del interés de todos, y dejando que sea él quien determine las decisiones familiares. Un pequeño rodeado de excesiva atención y de concesiones inoportunas, una vez fuera del ámbito de la familia se convertirá, si posee un temperamento débil, en una persona tímida e incapaz de desenvolverse por sí misma. Si, por el contrario, tiene un fuerte temperamento, se transformará en un egoísta, capaz de servirse de los otros o de llevárselos por delante.

Por eso, frente a los caprichos de los niños no se debe ceder: habrá simplemente que esperar a que pase la pataleta, sin nerviosismos, manteniendo una actitud serena, casi de desatención, y, al mismo tiempo, firme. Y esto, incluso —o sobre todo— cuando «nos pongan en evidencia» delante de otras personas: su bien (¡el de los hijos!) debe ir siempre por delante del nuestro.

10) Educar la libertad.

En este ámbito, la tarea del educador es doble: hacer que el educando tome conciencia del valor de la propia libertad, y enseñarle a ejercerla correctamente.

Pero no resulta fácil entender a fondo lo que es la libertad y su estrecha relación con el bien y con el amor. ¿Quién es auténticamente libre?: el que, una vez conocido, hace el bien porque quiere hacerlo, por amor a lo bueno. Al contrario, va «perdiendo» su libertad quien obra de manera incorrecta. Un hombre puede quitarse la vida porque es «libre», pero nadie diría que el suicidio lo mejora en cuanto persona o incrementa su libertad.

Educar en la libertad significa por tanto ayudar a distinguir lo que es bueno (para los demás y, como consecuencia, para la propia felicidad), y animar a realizar las elecciones consiguientes, siempre por amor.

Conceder con prudencia una creciente libertad a los hijos contribuye a tornarlos responsables. Una larga experiencia de educador permitía afirmar a San Josemaría Escrivá: «Es preferible que [los padres] se dejen engañar alguna vez: la confianza, que se pone en los hijos, hace que ellos mismos se avergüencen de haber abusado, y se corrijan; en cambio, si no tienen libertad, si ven que no se confía en ellos, se sentirán movidos a engañar siempre».

En definitiva, igual que antes afirmaba que el objetivo de toda educación es enseñar a amar, puede también decirse —pues en el fondo es lo mismo— que equivale a ir haciendo

progresivamente más libre e independiente a quienes tenemos a nuestro cargo: que sepan valerse por sí mismos, ser dueños de sus decisiones, con plena libertad y total responsabilidad.

— …Y la clave de las claves.

11) Recurrir a la ayuda de Dios.

El conjunto de sugerencias ofrecidas hasta el momento estarían incompletas si no dejáramos constancia de este «último» y fundamentalísimo precepto, que debe acompañar a todos y cada uno de los precedentes.

Educar procede de e-ducere, ex-traer, hacer surgir. El agente principal e insustituible es siempre el propio niño. De una manera todavía más profunda, Dios, en el ámbito natural o por medio de su gracia, interviene en lo más íntimo de la persona de nuestros hijos, haciendo

posible su perfeccionamiento.

Ningún hijo es «propiedad» de los padres; se pertenece a sí mismo y, en última instancia, a Dios. Por tanto, y como apuntaba, no tenemos ningún derecho a hacerlos a «nuestra imagen y semejanza». Nuestra tarea consiste en «desaparecer» en beneficio del ser querido, poniéndonos plenamente a su servicio para que puedan alcanzar la plenitud que a cada uno le corresponde: ¡la suya!, única e irrepetible.

Por consiguiente, el padre o la madre, los demás parientes, los maestros y profesores… pueden considerarse colaboradores de Dios en el crecimiento humano y espiritual del chico; pero es este el auténtico protagonista de tal mejora.

A los padres en concreto, en virtud del sacramento del matrimonio, se les ofrece una gracia particular para asumir tan importante tarea. Por todo ello es muy conveniente que, sobre todo pero no sólo en momentos de especial dificultad, invoquen la ayuda y el consejo de Dios… y que sepan abandonarse en Él cuando parece que sus esfuerzos no dan los resultados deseados o que el chico —en la adolescencia, pongo por caso— enrumba caminos que nos hacen sufrir.

Además, no debe olvidarse del gran servicio gratuito del Ángel Custodio, a quien el propio Dios ha querido encargar el cuidado de nuestros hijos. Y recordar también que la Virgen continúa desde el cielo desplegando su acción materna, de guía y de intercesión.

Enseñarles a tener todo esto en cuenta puede constituir la herencia más valiosa que, en el conjunto íntegro de la educación, leguen los padres a sus hijos.

Tomás Melendo Granados

Catedrático de Filosofía (Metafísica) Director Académico de los Estudios Universitarios sobre la Familia Universidad de Málaga (UMA), España