Feliz en la vejez
Como vivir una feliz vejez
Hace unos días tuve ocasión de leer unas cuartillas de un viejo cristiano; vi en ellas la prudencia que dan los años, y la paz serena, del que nada del mundo espera, porque todo lo espera únicamente de Dios.
Terminaba sus reflexiones diciendo… ¡qué feliz es la vejez!
Qué bien suena esa exclamación en los labios de un viejo…; cuánto debe agradar a Dios esa alegría interior, que se nutre de la ilusión de dejar algún día de vivir…, de la ilusión de la muerte cercana,… de la ilusión de ver a Dios.
El hombre no puede vivir sin una ilusión.
Los niños sueñan con ser hombres; los hombres ponen muchas veces su ilusión en cosas, que los años van transformando en desengaños, de los cuales, a menudo Dios se vale para atraer al hombre hacia sí, y llenar su corazón de la única ilusión que de veras satisface al alma, y para la cual no hay edades… la ilusión de Dios.
Feliz,.., mil veces feliz, la vejez llena de canas y de apagada mirada, que ya nada del mundo espera, y sonríe con esa alegría de la paz interior y que Dios comunica a sus amigos.
Feliz el viejo que puede decir…: casi no veo, pero qué importa, veo a la luz de la fe las grandezas de Dios…; casi no oigo, pero qué importa, ¿acaso los hombres dicen algo?… Oigo allá en mi interior la llamada de Dios, que me llama a la oración, al recogimiento, a la santa compunción…, eso me basta…
Ya casi no me sostienen mis piernas…, para nada valgo…; pero qué importa; qué importa la pesadez de la materia, cuando se tiene dentro esa vida sobrenatural que tiene alas de querubín para volar a Dios…, qué importa la enfermedad del cuerpo cuando vemos al Gran Médico curar con tanta dulzura nuestra alma llena de lacras y de pecados pasados…, cuando vemos que es el corazón el que Jesús nos pide, y ése, a pesar de los años y de las enfermedades, se lo podemos entregar con toda sinceridad…, y, quién sabe, muchas veces corazón de niño en un cuerpo de viejo cargado de años.
Cuerpos que se doblan y se cansan de vivir, almas que aman a Dios, eternamente jóvenes…; para el que es Infinito, no hay edades.
Triste vejez, la que sólo llora sus recuerdos, y vive amargada en su soledad.
Alegres años los del anciano, que solo llora sus pecados y vive sólo de la esperanza y del perdón, y ama la soledad en la que encuentra a Dios y sólo a Él.
Felices los últimos años del cristiano que suspira por el cielo y que ve tan cerca. Ya no le turban pasiones, comprende la vanidad de las cosas de la tierra, no le interesan riquezas ni honores, todo ha sido como frágil humo que ha esparcido el viento de los años y del que ya nada queda. Mira las cosas con esa serena quietud del que vive más en el cielo que en la tierra…; verdaderamente es feliz el viejo que de veras ama a Dios.
Últimos años de la vida, ¿por qué gemir y llorar, lo que ya pasó? ¿Acaso lo que pasó es mejor que lo que te espera? No…; pasaron tus días, y tus días no son nada…; pasaron tus ilusiones y tus deseos…; si los viste alguna vez cumplidos ¿qué quedó de ellos? nada…, quizá amargura.
Pasaron tus seres queridos, y de ellos ¿qué queda?… nada, solo el recuerdo, que también como el humo se pierde en el espacio y en el tiempo.
Mira atrás y tus ojos, apagados por los años, lloran el tiempo perdido en vanidades que no han llenado el corazón.
Pero santa alegría la de los últimos años, si en lugar de soñar con tu pasado, miras la eternidad que te espera, donde no hay ya mentiras, ni envidias, ni ojos cansados y débiles miembros enfermos y envejecidos…; santa alegría la del viejo que sueña con solo Dios, que mira a la muerte con tanta dulzura y paz interior…
El niño mira a la muerte con inconsciencia…; el joven la busca a veces con generosidad, y con ímpetu de deseos…; el anciano la espera sereno, conforme a la voluntad de Dios…
Paz, palabra muy repetida y muy poco comprendida; paz en el alma del cristiano anciano y viejo; paz del que espera tranquilo en la misericordia divina, y en la bondad infinita del Crucificado. ¡Verdaderamente es feliz la vejez!
Yo no sé expresar nada, ni tengo años ni experiencia, ni siquiera desengaño; muy joven, me fue indicando Jesús el camino y no tuve tiempo de oír a los hombres; el Señor no me dejó detenerme a escuchar los halagos del mundo; soy joven, quizás no haya empezado a vivir.
Mas escucho a los viejos, respeto las canas y el cabello blanco cuando me dicen: yo pasé mi vida, y mi vida fue nada, he llegado al final del viaje y sólo he aprendido una cosa: la vanidad de todo y que sólo Dios basta.
He escuchado al anciano que me dice: yo también fui joven y mis años pasaron sin darme cuenta; amé al mundo y el mundo nada me dio, busqué la sabiduría y no la hallé ni en la guerra ni en la ciencia, ni en la bestia ni en el hombre…, solo la hallé en el amor de Dios y en el desprecio del mundo.
Escuché a los sabios, y escuché a los viejos, por eso quizás tenga también algo de viejo mi corazón, y sepa comprender las palabras de un viejo abuelo, que con su pelo blanco, su oído sordo, sus piernas débiles y sus ojos cansados exclame con santa alegría: ¡Qué feliz es la vejez!
No es la vejez propiamente la que es feliz, es el corazón del viejo que ya, desasido de las cosas del mundo, sólo suspira por Dios. Y eso en un joven también puede ocurrir.
Ni se es viejo ni se es joven para amar a Dios, no son los años los que nos enseñan a desprendernos del mundo; para llegar a comprender las palabras del evangelio: “Yo soy el camino y la vida”, no hacen falta muchos años, solamente basta detenerse a pensar, y a veces también a escuchar al que sabe más que nosotros, al sabio que en la celda medita las verdades eternas; al viejo que, al final de su vida nos dice que el mundo y sus criaturas pasan, que pasa la vida, y que de todo nada queda; que es pueril amar la vanidad, y que sólo se halla la paz en Jesús, que la única verdad es Cristo, que el único tesoro es Dios y que la única vida es Él, y sólo Él.
Ahora no digo feliz la vejez, sino feliz el hombre joven o viejo que ha llegado a comprender, que ha llegado a amar, que ha llegado a vivir sólo para Cristo.
Venga la muerte pronto o tarde ¡qué más da! Dios no tiene ni tiempo ni espacio limitado, es Infinito; para Él no hay edades, no hay más que corazones que de veras sean suyos.
A nosotros no nos queda más que esperar, esperar sin mirar atrás, sin pena de lo que pasó, sin esperar nada de los hombres, y alegres de cumplir la voluntad de Dios sea como sea y cuando sea.
La Santísima Virgen tome en sus manos mi intención al escribir. Solamente quería hacer llegar al alma de un viejo, el corazón de un joven, para demostrarle, que los que aman a Dios están unidos en Él, aunque la edad los separe, que se puede tener un alma de niño en el cuerpo de un anciano, y que se puede tener un corazón muy viejo en un cuerpo de veinticinco años.
Solamente quería hacer ver que la vejez no está sola y cuando el viejo habla de Dios y de la Virgen siempre hay alguien que le escucha, y que en silencio toma sus palabras, las respeta y las quiere; son palabras del anciano, las palabras del sabio, pues no hay más sabiduría que el llegar tarde o temprano a amar de veras a Dios, y a desprenderse del mundo.
¡Felices los viejos que hablan de Dios!
¡Felices los jóvenes que les escuchan!
¿Qué más puedo decir?… nada. Solamente pedir perdón de mi osadía al hablar, quizás de lo que no sepa, al que sabe más que yo; pero si los jóvenes debemos escuchar con respeto al viejo, el viejo debe ser indulgente con los atrevimientos del joven, para eso es viejo.
Y cuando unos cansados ojos, lean estas líneas, piense que a su corazón de viejo cristiano le comprende en sus soledades un trapense joven, que también tiene un corazón que ama a Cristo, y que exclama:
¡Felices los hombres que esperan en Dios! ¡Que la Virgen María sea siempre bendita!
San Fray María Rafael
Villasandino, 30 de octubre de 1937