La influencia de las emociones en los juicios

Un experimento muestra la influencia de las emociones en la formación de juicios éticos

Fecha: 11 Abril 2007

La publicación en la «web» de «Nature» (21 de marzo) de un trabajo de Antonio Damasio y su grupo, con el título: «La lesión de la corteza prefrontal favorece los juicios morales utilitarios» («Damage to the prefrontal cortex increases utilitarian judgements»), ha trascendido a la prensa diaria. Algunos titulares han anunciado que se han descubierto las áreas cerebrales que intervienen en la toma de decisiones morales, o cosas por el estilo. Pero esa interpretación no corresponde a la realidad.

Damasio publicó, ya en 1994, un libro («Descartes’ Error») que se ocupaba del papel de estos centros cerebrales. Después ha continuado publicando sobre este tema, y lo mismo que él han hecho Moll, Greene y Schultz, entre otros. Y remontándonos bastante más en el tiempo, uno de los casos paradigmáticos de cambio de personalidad, muy conocido en la literatura médica, es el de Phineas Gage, quien en 1848 sufrió un accidente laboral que le provocó la lesión de ambos lóbulos prefrontales. Como era un hombre joven y robusto, pronto se recuperó físicamente, de tal forma que a los dos meses se pudo reincorporar al trabajo. Su inteligencia no sufrió ningún cambio, pero su personalidad era totalmente distinta: antes del accidente era un hombre responsable, buen trabajador, buen compañero, muy bien dotado para su función de capataz; después, había perdido la capacidad de planear el trabajo, tenía frecuentes disputas con los compañeros, mentía y su comportamiento era amoral. Tuvieron que despedirlo.

La novedad del reciente trabajo de Damasio es que al grupo de sujetos de experimentación sanos agregó seis pacientes con lesión de los lóbulos prefrontales. Damasio pretendía así comprobar si las respuestas a las cuestiones morales planteadas a los sujetos eran la causa de la activación de unos centros nerviosos determinados o más bien su efecto. En los pacientes con lesión de la corteza prefrontal los cambios sólo podían ser atribuidos al defecto cerebral. La diferencia en las respuestas entre los sanos y los pacientes consistió en que la de éstos fue eminentemente utilitaria, mientras que la de los sanos fue predominantemente emocional.

Veámoslo. Desde un puente, situado sobre una carretera, dos hombres observan los coches y camiones que pasan por debajo, así como un grupo de 5 obreros, que a una cierta distancia reparan un socavón, protegidos por otro, que con una señal de tráfico detiene a los vehículos. En un momento determinado, desaparece el obrero de la señal y por el lado opuesto se aproxima a gran velocidad un camión que amenaza arrollar a los trabajadores. Entonces, uno de los dos espectadores arroja al otro a la carretera, lo cual provoca el frenazo del camión. Con ello consigue que la muerte de una persona sirva para evitar la de otras cinco.

Unos y otros sujetos del experimento juzgaron esta acción de distintas maneras. Para los pacientes con lesión cerebral, fue buena porque resultó en un beneficio mayor que el

mal que produjo. Los sanos, en cambio, pensaban que era inmoral provocar la muerte de una persona inocente, aunque su muerte salvara a cinco.

Están de moda los estudios sobre centros cerebrales que intervienen en los juicios morales, y el de Damasio es un caso particular de las numerosas investigaciones que se están realizando sobre la participación del cerebro en las funciones mentales, en la afectividad, en las reacciones emotivas, etc. Estos estudios se han puesto de moda por dos motivos. El primero, porque un buen número de neurocientíficos están interesados en mostrar que el cerebro es el órgano del pensamiento, el responsable de nuestras emociones y sentimientos, así como de las determinaciones que tomamos. El segundo, porque los medios de que disponemos en la actualidad permiten conocer con gran precisión cuáles son los centros nerviosos que entran en acción cuando realizamos diversas actividades. En efecto, la neuroimagen obtenida mediante la resonancia magnética funcional (RMf) y la tomografía por emisión de positrones (PET), con su gran definición, permiten determinar con exactitud la situación funcional de los distintos centros nerviosos según las tareas que estamos realizando.

Sobre el papel del cerebro hay dos posturas enfrentadas. Una es la de los científicos materialistas que atribuyen al cerebro la causalidad de todas esas operaciones; la otra es la de quienes consideran al cerebro como instrumento, sin el que no se pueden llevar a efecto esas actividades, pero atribuyen la causalidad suprema a la persona. Esto, que puede parecer una disquisición más filosófica que neurocientífica, tiene una gran importancia: si el cerebro es el único responsable, como el cerebro es materia, todo lo más noble del hombre –el pensar, el amar– no es más que pura bioquímica. La consecuencia inmediata de esto es que no somos libres, ya que estamos determinados por las leyes físicas; y si no somos libres, tampoco podemos ser responsables de nuestras acciones. El trabajo de Damasio va en esta línea. Luis María Gonzalo.

El materialismo insostenible

Algunas interpretaciones del experimento de Damasio lo consideran una prueba de que los juicios morales son producto de la actividad cerebral, de que la conciencia ética está en las neuronas. Sin embargo, los mismos autores del trabajo no han extraído expresamente esa conclusión materialista, que en cualquier caso sigue presentando dificultades bien conocidas.

A nadie debería extrañar que la formación de juicios morales esté influida por los fenómenos neurológicos y otros factores, como los rasgos de la personalidad o la educación recibida.

Por eso los trastornos psíquicos se reconocen como atenuantes de la responsabilidad en los procesos penales, y si son extremos, se consideran eximentes completos porque privan de la libertad. Pero esto no abona la tesis materialista, pues no prueba que carezcamos de libertad en todo caso: más bien supone lo contrario, o nunca se adjudicaría a nadie responsabilidad penal.

El experimento de Damasio muestra la influencia de un trastorno neurológico que inhibe considerablemente las emociones y, por eso, la empatía. Así, los pacientes tienen

disminuida la capacidad de ponerse en el lugar de otro y menos frenos para causar daño al prójimo. Pero esto no prueba que en quienes no padecen lesión, el razonamiento moral esté igualmente determinado por el estado del cerebro.

En efecto, el propio Damasio no equipara a los dos grupos de sujetos de su experimento, pues llama a unos «sanos», y a los otros seis, «pacientes» que sufren «daños» en la corteza prefrontal. Que los aquejados de una lesión cerebral no piensen como los sanos no prueba que los sanos piensen bajo el dictado del cerebro.

Además, si resulta que la lesión de la corteza prefrontal inclina a los juicios utilitarios, no por eso se concluye que el utilitarismo esté localizado en esa zona del cerebro, ni que la inclinación sea invencible. Ni John Stuart Mill, ni Harry Truman y los que con él decidieron arrojar la bomba atómica padecían del lóbulo prefrontal. En cuanto a los utilitaristas del experimento, no se ha comprobado que sea imposible hacerles cambiar de opinión ofreciéndoles argumentos.

Sobre todo, la tesis de que el cerebro es la sede única y determinante de las decisiones es insostenible porque es impracticable: no se puede vivir de acuerdo con ella. Si no hay libertad, nadie puede quejarse de que se la quiten, y está de más la Declaración Universal de Derechos Humanos; nadie es responsable, y reclamar indemnización por daños es como pedir cuentas por el granizo a la borrasca; ninguna acción es buena ni mala, y carece de sentido preguntar en un experimento si está bien o mal matar a uno para salvar a cinco. El determinismo es una teoría parasitaria: implícitamente se apoya en lo mismo que expresamente niega y aparenta tener fuerza persuasiva solo porque nunca la creemos del todo. Rafael Serrano.

Fuente: Aceprensa

Sobreproteger a los niños no es bueno

Sobreprotección a los hijos y responsabilidad

Una profesora de secundaria estadounidense plantea en un artículo de la revista The Atlantic una importante cuestión respecto a la importancia de los errores en la vida del niño. Jessica Lahey comenta un caso de plagio en el que la principal culpable resultó ser la madre de una de sus alumnas. Esta madre defendió que había redactado un trabajo escolar de su hija (utilizando fundamentalmente material tomado de páginas web) porque la niña se sentía muy estresada y la madre no quería que cayese enferma o se agobiara.

El final de la historia fue que mi alumna sacó un cero y me cercioré de que volvía a realizar el trabajo. Ella. No tenía autoridad para castigar a la madre, pero pueden estar seguros de que en sueños lo he hecho con frecuencia.

Aunque no tengo nada claro qué provecho sacó la madre de esta experiencia, la hija sí alcanzó un mayor entendimiento de las consecuencias de los actos, y yo me llevé una batallita que contar. Ni siquiera me ha vuelto a preocupar el tema de quién es el autor de los trabajos: la madre que “ayuda” demasiado a su hijo con los deberes de matemáticas, el padre que realiza el proyecto de ciencias del alumno. Por favor. No me hagan perder el tiempo.

Observando lo frecuente que es que los profesores actuales intercambien anécdotas sobre el creciente número de “padres sobreprotectores”, Lahey apunta que no le preocupa la sobreprotección habitual (el niño al que no le permiten ir de campamento o aprender a conducir, el padre que sigue partiendo la comida a su hijo de 10 años o que lleva alimentos especiales a una celebración para su hijo de 16 porque es muy exquisito). Piensa que los niños superan estas actitudes cuando crecen. No, los padres que constituyen un verdadero problema son los que no permiten que sus hijos cometan errores, que asuman las responsabilidades que se derivan de ellos y que así aprendan de lo que hacen.

Estos son los padres que más me preocupan: los padres que no dejan aprender a sus hijos. Los profesores no nos limitamos a enseñar a leer, escribir y hacer cuentas. También enseñamos responsabilidad, organización, modales, control y previsión. Son cualidades que no se evalúan mediante exámenes ordinarios, pero mientras los niños van recorriendo su camino hacia la edad adulta, estas son las habilidades más importantes que yo enseño, por encima de cualquier otra.

No quiero decir con esto que los padres tengan que depositar una confianza ciega en los profesores de sus hijos; yo misma no lo haría jamás. Pero los niños cometen errores, y cuando esto ocurre, es de vital importancia que los padres recuerden que los beneficios educativos de sus consecuencias son un regalo, no una negligencia en el cumplimiento del deber. Año tras año, mis “mejores” alumnos (los que son más felices y han alcanzado mayor éxito en la vida) son aquellos a los que se les permitió equivocarse, asumir la responsabilidad por sus tropiezos y se les retó a ser las mejores personas que pudieran a pesar de sus errores.

Es bueno oír decir esto a un profesor, ¿no les parece? Traducción para el COF Virgen de Olaz: Mercedes Lucini

Reconocer los sentimientos de los demás

Autor: Alfonso Aguiló | Fuente: interrogantes.net

Reconocer los sentimientos de los demás

La falta de capacidad para reconocer los sentimientos de los demás conduce a la ineptitud y la torpeza en las relaciones humanas

Reconocer los sentimientos de los demás

Sensibilidad ante los sentimientos ajenos

Hay personas que sufren de una especial falta de intuición ante los sentimientos de los demás.

Pueden, por ejemplo, hablar animadamente durante tiempo y tiempo, sin darse cuenta de que están resultando pesados, o que su interlocutor tiene prisa y lleva diez minutos haciendo ademán de querer concluir la conversación, o dando a entender discretamente que el tema no le interesa en absoluto.

A lo mejor intentan dirigir unas palabras que les parecen de amigable y cordial crítica constructiva –a su cónyuge, a un hijo, a un amigo–, y no se dan cuenta de que, por la situación de su interlocutor en ese momento concreto, sólo

están logrando herirle.

 O irrumpen sin consideración en las conversaciones de los demás, cambian de tema sin pensar en el interés de los otros, hacen bromas inoportunas, o se toman confianzas que molestan o causan desconcierto.

 O quizá intentan animar a una persona que se encuentra abatida después de un disgusto o un enfado, y le dirigen unas palabras que quieren ser de acercamiento pero, por lo que dicen o por el tono que emplean, su intento resulta contraproducente.

 O hablan en un tono imperioso y dominante, pensando que así quedan como personas decididas y enérgicas, y no se dan cuenta de que cada vez que con su actitud cierran a uno la boca suelen hacer que cierre también su corazón.

—¿Y por qué crees que esas personas son así? ¿Por qué parecen entrar en la vida de los demás como un caballo en una cacharrería?

No suele ser por mala voluntad. Lo más habitual es que, como decíamos, les falte sensibilidad ante los sentimientos ajenos.

Como ha señalado Daniel Goleman, las personas no expresamos verbalmente la mayoría de nuestros sentimientos, sino que emitimos continuos mensajes emocionales no verbales, mediante gestos, expresiones de la cara o de las manos, el tono de voz, la postura corporal, o incluso los silencios, tantas veces tan elocuentes. Cada persona es un continuo emisor de mensajes afectivos del más diverso género (de aprecio, desagrado, cordialidad, hostilidad, etc.) y, al tiempo, cada persona es también un continuo receptor de los mensajes que irradian los demás.

Esas personas de las que hablábamos, tan inoportunas, son así porque apenas han desarrollado su capacidad de captar esos mensajes de los demás: se han quedado –por decirlo así– un poco sordas ante esas emisiones no verbales que todos irradiamos de modo continuo.

Es un fenómeno que notamos también en nosotros mismos cuando quizá a posteriori advertimos que nos ha faltado intuición al tratar con determinada persona; o que no nos hemos percatado de que estaba queriendo darnos a entender algo; o caemos después en la cuenta de que, sin querer, la hemos ofendido, o hemos sido poco considerados ante sus sentimientos.

Es entonces cuando advertimos nuestra falta de empatía, nuestra sordera ante las notas y acordes emocionales que todas las personas emiten, unas veces de modo más directo, y otras más sutilmente, más entre líneas.

—Pero caer en la cuenta de que hemos cometido esos errores es ya un avance.

Sin duda, pues nos proporciona una posibilidad de mejorar. A medida que aumente nuestro nivel de discernimiento ante esos mensajes no verbales que emiten los demás, seremos personas más sociables, de mayor facilidad para la amistad, emocionalmente más estables, etc.

Se trata de una capacidad que resulta decisiva para la vida de cualquier persona, pues afecta a un espectro muy amplio de necesidades vitales del hombre: es fundamental para la buena marcha de un matrimonio, para la educación de los hijos, para hacer equipo en cualquier tarea profesional, para ejercer la autoridad, para tener amigos…, en fin, para casi todo.

Desde la primera infancia

La capacidad de reconocer los sentimientos ajenos, ese discernimiento que tanto facilita establecer una buena comunicación con los demás, tiene unas raíces que se retrotraen hasta la primera infancia. Ya en los primeros años, algunos niños se muestran agudamente conscientes de los sentimientos de los demás, y otros, por el contrario, parecen ignorarlos por completo. Y esas diferencias se deben, en gran parte, a la educación.

—¿Y cómo se aprende?

Es importante, por ejemplo, que al niño se le haga tomar conciencia de lo que su conducta supone para otras personas.

Hacerle caer en la cuenta de las repercusiones
que sus palabras
o sus hechos tienen

en los sentimientos de los demás.

Para lograrlo, hay que prestar atención a la reacción del niño ante el sufrimiento o la satisfacción ajena, y hacérselo notar, con la correspondiente enseñanza, en tono cordial y sereno. Por ejemplo (y aunque también podría aplicarse, mutatis mutandis, a adolescentes o adultos), en vez de referirse simplemente a que ha hecho una travesura o una cosa buena, será mejor decirle: «Has hecho mal, y mira que triste has puesto a tu hermana»; o bien: «Papá está muy contento de lo bien que te has portado». De ese modo se fijará en los sentimientos que los demás tendrán en ese momento como consecuencia de lo que él ha hecho.

—¿Y por qué a veces son tan distintos los sentimientos de dos hermanos que han sido educados casi igual?

Además de la educación hay en juego muchos otros factores, y por esa razón hay que dejar siempre un amplio margen a causas relacionadas con el temperamento con que se nace, decisiones personales que cada persona toma a lo largo de su vida, etc. De todas formas, la educación es un factor de gran peso, y por eso lo más frecuente (sobre todo durante los primeros años) es que los hermanos se parezcan bastante en cuanto a su educación sentimental.

Además, aunque la educación no sea el único factor,

es sobre el que los padres más pueden actuar.

La fuerza del ejemplo

En el aprendizaje emocional tienen un gran protagonismo los procesos de imitación, que pueden llegar a ser muy sutiles en la vida cotidiana.

Basta pensar, por ejemplo, en la facilidad con que se producen transferencias de estado de ánimo entre las personas (tanto la alegría como la tristeza, el buen o mal humor, la apacibilidad o el enfado, son estados de ánimo notablemente contagiosos). O en cómo se transmite de padres a hijos la capacidad de reconocer el dolor ajeno y de brindar ayuda a quien lo necesita. Son estilos emocionales que todos vamos aprendiendo de modo natural, casi por impregnación.

No hay que olvidar que la mayoría de las veces las personas captamos los mensajes emocionales de una forma casi inconsciente, y los registramos en nuestra memoria sin saber bien qué son, y respondemos a ellos sin apenas reflexión. Por ejemplo, ante determinada actitud de otra persona, reaccionamos con afecto y simpatía, o, por el contrario, con recelo o desconfianza, y todo ello de modo casi automático, sin que sepamos explicar bien por qué. Todos estamos muy influidos por hábitos emocionales, que en bastantes casos hemos ido aprendiendo sin apenas darnos cuenta, observando a quienes nos rodean.

—Decías que esa capacidad se transmite en la familia, pero luego resulta que hay niños muy egoístas e insensibles con padres de gran corazón.

Ciertamente es así, y el motivo es claro. El modelo es importante,
pero no lo es todo.

Además de presentarles un modelo (por ejemplo, de padres atentos a las necesidades de los demás), es preciso sensibilizarles frente a esos valores (hacerles descubrir esas necesidades en los demás, y señalarles el atractivo de un estilo de vida basado en la generosidad).

Pero después –y esto es decisivo– hay que educar en un clima
de exigencia personal.

Si no hay autoexigencia, la pereza y el egoísmo ahogan fácilmente cualquier proceso de maduración emocional.

El cariño potencia
el aprendizaje,
pero no puede sustituirlo.

Y sin un poco de disciplina, difícilmente se pueden aprender la mayoría de las cosas que consideramos importantes en la vida. Como ha escrito Susanna Tamaro, la disciplina y la autoridad son decisivas para educar, pues generan respeto y ganas de mejorar.

También es esencial la sintonía del niño con los padres y demás educadores:  que haya un clima distendido, de buena comunicación;

 que en la familia sea fácil crear momentos de más intimidad, en los que puedan aflorar con confianza los sentimientos de cada uno y así ser compartidos y educados;

 que no haya un excesivo pudor a la hora de manifestar los propios sentimientos (se han hecho, por ejemplo, numerosos estudios sobre el efecto positivo de manifestar el afecto a los niños mediante la mirada, un beso, una palmada, un abrazo, etc.);

 que haya facilidad para expresar a los demás con lealtad y cariño lo que de ellos nos ha disgustado; etc.

Cuando falta esa sintonía frente a algún tipo de sentimientos (de misericordia ante el sufrimiento ajeno, de deseo de superarse ante una contrariedad, de alegría ante el éxito de otros, etc.), en la medida en que en un ambiente –familia, colegio, amigos, etc.– esos sentimientos no se fomentan, o incluso se dificultan o se desprestigian, cada uno tiende a no manifestarlos y, poco a poco, los sentirá cada vez menos: se van desdibujando y desaparecen poco a poco de su repertorio emocional.

Sano y cordial inconformismo

La falta de capacidad para reconocer los sentimientos de los demás conduce a la ineptitud y la torpeza en las relaciones humanas. Por eso, tantas veces, hasta las personas intelectualmente más brillantes pueden llegar a fracasar estrepitosamente en su relación con los demás, y resultar arrogantes, insensibles, o incluso odiosas.

Hay toda una serie de habilidades sociales que nos permiten relacionarnos con los demás, motivarles, inspirarles simpatía, transmitirles una idea, manifestarles cariño, tranquilizarles, etc. A su vez, la carencia de esas habilidades puede llevarnos con facilidad a inspirarles antipatía, desalentarles, despertar en ellos una actitud defensiva, ponerles en contra de lo que hacemos o decimos, inquietarles, enfadarles, etc.

Se trata de un aprendizaje emocional que, como hemos dicho, comienza desde una edad muy temprana. Puede consistir en que el niño aprenda a:

 contener las emociones (por ejemplo, para dominar su desilusión ante un regalo bienintencionado, pero que ha defraudado sus expectativas),

 o bien a estimularlas (por ejemplo, procurando poner y manifestar interés en una cortés conversación de compromiso que de por sí no le resulta interesante).

—Pero, en cierta manera, eso es esconder los verdaderos sentimientos y sustituirlos por otros que no se tienen, y que por tanto son falsos, o al menos artificiales.

No se trata de eso.

Lo que debe buscarse
no es el falseamiento
de los sentimientos,
sino el automodelado
del propio estilo emocional.

Si una persona advierte, por ejemplo, que está siendo dominada por sentimientos de envidia, o de egoísmo, o de resentimiento, lo que debe hacer es procurar contener esos sentimientos negativos, al tiempo que procura estimular los sentimientos positivos correspondientes. De esa manera, con el tiempo logrará que éstos acaben imponiéndose sobre aquéllos, y así irá transformando positivamente su propia vida emocional.

—Pero muchos sentimientos no son ni buenos ni malos en sí mismos, sino adecuados o

inadecuados a la situación en que estamos.

Sí, y por esa razón en muchas ocasiones es preciso esforzarse en compartimentar las emociones, es decir, procurar no seguir bajo su influencia cuando las circunstancias han cambiado y exigen en nosotros otra actitud.

Por ejemplo, podemos tener una situación en el trabajo que nos lleva a emplear nuestra autoridad de una manera que probablemente luego no es nada adecuada al llegar a casa. O quizá hemos tenido una conversación algo tensa, o una reunión difícil, y salimos algo alterados, con o sin razón, pero… quizá esa actitud, o ese tono de voz, o esa cara, son rigurosamente inoportunos e inadecuados para la reunión o la conversación siguientes.

Por eso, la dificultad de trato de muchas personas no está en que les falte afabilidad o cordialidad, sino en que no saben compartimentar. Al permitir que sus frustraciones contaminen otras situaciones distintas de la causante originaria, hacen pagar por ellas a quienes no tienen nada que ver con el origen de sus males. Ese tipo de personas sufre con facilidad muchas decepciones, porque se ven arrastradas por sus estados de desánimo, crispación o euforia. Son un poco simples, se lee en ellos como en un libro abierto, y son por eso muy vulnerables: el que sepa captar sus cambios de humor jugará con ellos como con una marioneta, con sólo saber tocar los puntos oportunos en el momento oportuno.

—Es cierto que muchas veces experimentamos sentimientos que no nos parecen adecuados…, pero estar todo el día pendientes de corregirlos, produce una tensión interior…, ¿eso es bueno?

Es que no debe ser una tensión crispada, ni agobiante. Debe ser un empeño cordial y amable, como un sano ejercicio, practicado con deportividad, que no nos agota ni nos angustia sino que nos hace estar en buena forma, nos enriquece y nos permite disfrutar de verdad de la vida.

—¿Y cuándo puede uno sentirse ya satisfecho de cómo es su estilo sentimental? Porque esto es una historia sin fin…

Soy partidario de un sano, cordial y prudente inconformismo, pues quienes son demasiado conformistas con lo que ya son, hipotecan mucho su felicidad.

Psicoterapia y conversión

Psicoterapia y conversión

Autor: . | Fuente: Ricardo Milla

Web: www.catholic.net

Comentarios de Ricardo Milla sobre el pensamiento de Allers

En la escuela adleriana, de la que Allers proviene, la psicoterapia es en el fondo pedagogía. Se trata de educar o reeducar el carácter, para que se conforme con los fines reales de la naturaleza humana. De este modo, la psicoterapia se aleja de las ciencias médicas y naturales, inscribiéndose entre las morales.[45]

Para esta escuela, la psicoterapia tendría dos partes: una analítica, en la que se pone de manifiesto la finalidad ficticia que persigue el individuo, y los medios con que la sostiene; otra sintética[46] o pedagógica, que mira a reformar el carácter.[47]

Allers asume estas ideas, pero “desde lo alto”, a partir de una visión más profunda del ser humano, dada por la antropología cristiana. Este proceso de transformación del carácter neurótico, la curación, es considerado por nuestro autor esencialmente como una conversión, o mejor “metánoia”, un cambio de la mente.[48]

Para permanecer firme ante los conflictos, las dificultades, las tentaciones, es necesario ser simple. Para curar una neurosis no es necesario un análisis que descienda hasta las profundidades del inconsciente para sacar no sé qué reminiscencias, ni una interpretación que vea las modificaciones o las máscaras del instinto en nuestros pensamientos, en nuestro sueños y actos. Para curar una neurosis es necesaria una verdadera metánoia, una revolución interior que sustituya al orgullo por la humildad, el egocentrismo por el abandono. Si nos volvemos simples, podríamos vencer el instinto por el amor, el cual constituye -si le es verdaderamente dado el desarrollarse- una fuerza maravillosa e invencible.[49]

La transformación interior que lleva a la salud, comienza por la humildad, que vence la soberbia, la voluntad de poder que es el motor oculto del carácter neurótico, según Allers. Esto no se puede hacer sin ser movidos por el amor auténtico, que es la fuerza más potente que impulsa a la plenitud de vida. Junto a la humildad y al amor, Allers coloca un tercer remedio: la verdad. Allers siempre tuvo presente como lema de su labor psicológica, la frase de Nuestro Señor: “La verdad os hará libres”.

Para poder llegar a esta simplicidad, a esta actitud hacia el mundo y hacia sí-mismo, es necesario hacer entrar en juego la segunda de las grandes fuerzas puestas a nuestra disposición por la bondad divina: la verdad. Estas dos fuerzas, la verdad y el amor, son las únicas para ser invencibles. Para liberarse de las cadenas que nos atan a los valores inferiores, para poder resistir a las tentaciones que desde afuera o desde dentro surgen tan frecuentemente, para permanecer firmes a través de los inevitables conflictos de la existencia, no hay que fiarse del estoicismo que no es en el fondo más que una forma refinada del orgullo, ni librarse a la búsqueda de causas inconscientes perdidas en la lejana nebulosa de un pasado problemático.[50]

El papel del psicoterapeuta, del pedagogo o de quien sea que acompañe a la persona en este cambio, es secundario y auxiliar. Se trata de quitar los impedimentos al desarrollo de estas fuerzas curativas en el interior de la persona, a través del amor.[51] Esto implica un cierto grado, no incipiente, de desarrollo moral y espiritual por parte del terapeuta, que muy a menudo es tomado como ejemplo por quien necesita ayuda.[52]

Es por todo esto que, en la perspectiva “desde lo alto” adoptada por Allers, psicoterapia y dirección espiritual no sólo no se contraponen, sino que convergen. La segunda se convierte en la continuación más lógica y adecuada de la primera.[53]

Una dirección de almas comprensiva, cariñosa, respetuosa, paciente y puramente religiosa, puede llegar a corregir, a la vez la conducta religiosa y la neurótica; porque dicha influencia aborda, en efecto, el problema más central de todos. Por supuesto, no todos esos hombres están en disposición de conocer y comprender sin más ni más, ese problema, ni ver que es problema para ellos. En tales casos, es necesario un penoso trabajo de ilustración y educación, a fin de llevar a esos hombres hasta el punto donde ya es factible discutir ese problema, es decir, se precisa, justamente, una psicoterapia sistemática.[54]

Rudolf Allers, como buen cristiano, es consciente de “los límites de los medios naturales. En nuestra opinión, el dominio más perfecto de todos los conocimientos y de los procedimientos que de ellos se siguen, tiene que fracasar, en última instancia, cuando no se entronca en la conexión, fundamentante y superior en su alcance, del saber religioso. Estamos convencidos de que es imposible, tanto la fundamentación teórica de una doctrina sobre la educación del carácter, como la de una teoría general del carácter, sin referirse a las verdades religiosas ni enraizar aquéllas en éstas. Vimos cómo los planteamientos de nuestras cuestiones, surgidos de una inmediata necesidad práctica, abocaban siempre a últimos problemas que únicamente se resolvían en el terreno de la metafísica y en el amplio curso de la fe basada en la revelación”.[55

Cómo mejorar la comunicación conyugal

Pistas para mejorar la comunicación conyugal

Parece natural que teniendo todas las personas la capacidad de hablar, también tengamos la capacidad de comunicarnos, pero no es así. Porque comunicarse, no es sólo hablar, hablar y hablar. Yo puedo hablar mucho y no comunicar nada. Comunicarse es entrar en contacto con alguien, es penetrar de algún modo en el mundo del otro. Es darle participación de lo mío. La comunicación supone un contacto, una relación entre las personas que participan en ella.

La comunicación en la familia es como el sistema circulatorio del ser humano. Si hay bloqueos arteriales es posible que se produzca un ataque al corazón. De la misma forma, un bloqueo en la comunicación entre papá y mamá daña a los hijos y destruye el clima familiar.

Cuando hablamos de comunicación no sólo debemos pensar en palabras, oraciones o frases. Eso es lenguaje. Nos referimos a aquello que expresamos, si, a través de las palabras pero también del tono de voz, la mirada, los gestos, la expresión facial, el lugar elegido para comunciarse, incluso la hora pueden influir en el éxito o fracaso de la comunicación.No es sólo lo que decimos lo que nos afecta sino tambén cómo lo decimos.

Alguien ha dicho que el matrimonio es, entre otras cosas, cincuenta años de conversación. Es una idea sugestiva. Si el matrimonio es un proyecto de dos, tiene que estar continuamente realimentándose con las aportaciones de uno y otro.

Habrán de compartir todo lo que tienen en común, y eso exigirá una comunicación fluída. El amor es como un fuego sino se comuncia se apaga. Al casarse, los cónyuges pretenden algo en común: ser felices mutuamente, tener hijos y formar familia. En la base de esa felicidad familiar está la comunicación familiar.

Es un hecho que la vida matrimonial cambia con el tiempo y las circunsitancias, las personas evolucionan y la propia relación de los esposos varía con el tiempo. El cambio puede ser favorable o desfavorable; puede convertirse en algo mejor o suponer por el contrario un retroceso o también esa vida matrimonial puede quedarse estancada.

Habrá buena comunciación conyugal si, además de saber lo que quiero decir, se cómo decirlo porque conozco a quien me va a escuchar: hay buena comunicación con buen conocimiento.

Si como se dice, rectificar es de sabios, habría que hacer más énfasis en la necesidad de empezar de nuevo cada día, renovando tanto la afectividad como los proyectos. El silencio y la poca comunicación conyugal pueden ocultar conflictos para la convivencia familiar. Cuando el objetivo es claro se camina… en la misma dirección.

Dentro de ese tan rico y variado que compone la comunicación conyugal pueden distinguirse siete temas fundamentales:
– 1er. Pilar: los hijos – el hogar
– 2do. Pilar: el trabajo profesional

– 3er. Pilar: los sentimientos y los afectos – 4to. Pilar: los valores
– 5to. Pilar: la sexualidad en el matrimonio – 6to. Pilar: la familia carnal y política

– 7mo. Pilar: dinero y economía doméstica

Si pensamos que la comunciación es necesaria en el matrimonio podemos tener en cuenta los siguientes ingredientes:

– Dedícale tiempo al otro.
– Sal sólo con tu cónyuge con alguna frecuencia.
– No te limites a «sacarla» de casa, preocúpate de salir con ella al sitio que a ella le agrade.
– Cuando te hable, no te limites a oir, deja la TV, mírala a los ojos. Se enterará de que la escuchas. – Comienza y recomienza cuanto sea necesario. Los errores son para superarlos.
– Hazle sentir como necesario en la relación conyugal. Busca su compañía.
– No le critiques ante las amistades, menos aún cuando no esté presente.
– Recuerda fechas importantes.
– Búscale al llegar a casa.
– Prefiere a tu cónyuge antes que a las amistades. Recuerda que el amor es el mejor condimento.

Autor: Beatriz Meloni Yanase

Personas que hablan demasiado

Personas que hablan demasiado

por Paloma Almoguera. Publicado en Psychologies Magazine No5 Junio de 2005

En su diccionario no existe la palabra silencio. No importa el tema, tienen que comentarlo todo, hablan por los codos, aunque se arrepienten de más de la mitad de lo que dicen, resultando igualmente ingeniosos que impertinentes …
¿Elocuencia o incontinencia? ¿Virtud o defecto?

«No tendría que haberlo dicho» Este es uno de los pensamientos más comunes que aparecen después de haber realizado un comentario desafortunado que ha favorecido una situación incómoda. Aunque hablar sirve para relacionarnos, no es sencillo determinar cuándo es el momento de callarse y escuchar. Según Guillermo Kozameh, médico psicoanalista y profesor de la Universidad Pontificia Comillas de Madrid, «la incapacidad para mantenerse en silencio es un síntoma que en psiquiatria se denomina verborrea, y es la necesidad de manifestarse a través de las palabras». En un principio, estas personas pueden ser tachadas de vanidosas, siempre contando cosas sobre sí mismas y encantadas de escucharse, pero «la incontinencia verbal puede ser provocada por causas muy diversas, de manera que los consejos que pueden ayudar a unos, resultarían devastadores para otros». añade Kozameh.

Caracteres disfrazados
Al hablar, aparecen cualidades que definen la personalidad del individuo: la vocalización, la expresión corporal, los gestos, etc., convierten a una persona en alguien único, le distinguen de sus semejantes. Cuando hablamos, ocupamos el centro de las miradas, nos convertimos en protagonistas, en dueños de las palabras que forman el relato. Sin embargo, el hecho de abusar de esta condición de locutor, de dominar y anular las posibilidades de la conversación al convertir al receptor en un participante pasivo, en ocasiones es signo de que hay un trastorno en la personalidad, de manera que «pueden ser personas inhibidas, que evitan con su ruido verbal temas que sí son importantes en su vida- comenta Guillermo Kozameh-, caracteres narcisistas donde su percepción del entorno gira siempre alrededor de ellos o, incluso, personas que hablan sin parar para encubrir su ignorancia en determinados temas». El factor común en todos los casos es que esa ansiedad crónica transformada en elocuencia acaba perjudicando a la vida social del afectado, impidiéndole desarrollar relaciones normales y equilibradas que aporten valor a su existencia.

Rechazo social
Cuando nos encontramos ante este tipo de personas, ante el «hablador incesante» e incansable, surge una reacción que, si bien en un principio es de total aceptación -resultan amables, cálidos, extrovertidos, más simpáticos que los tímidos, aquellos que evitan cualquier conversación-, con el tiempo acaban provocando el rechazo absoluto de cualquiera de sus interlocutores.
«Al final son utilizados por los demás como música de fondo, lo que representan un círculo repetitivo, ya que el hablante siente que nadie le hace caso y disminuye su autoestima», señala Guillermo Kozameh. El interlocutor no puede evitar sentirse prescindible en la conversación, y entonces diversos pensamientos y dudas planean por su mente:»¿De verdad me está escuchando o simula para que así termine de hablar y llegue su turno? Además, hace que el encuentro se empobrezca, pues con esta actitud la comunicación pierde una de sus principales características: la de intercambiar información.
Para evitar que esto suceda Guillermo Kozameh estima que la solución ante el problema «radica directamente en el propio sujeto, en que intente descubrir las verdaderas causas que lo llevan a hablar desmesuradamente y en que aprenda a considerar el silencio como una herramienta importante para reflexionar y aprender a conocerse a sí mismo».

Conseguir un matrimonio feliz

Autor: Tomás Melendo Granados | Fuente: Catholic.net

Pautas para conseguir un matrimonio feliz y para siempre

La clave de las claves. ¡el matrimonio ha de ser cultivado!

I. Cultivar el matrimonio

— La clave de las claves. Todo lo que voy a exponer conviene leerlo a la luz de este principio básico: ¡el matrimonio ha de ser cultivado! ¿Cómo? Con la paciencia, premura, atención y mimo de un buen jardinero. Como las plantas: ¡estará vivo si crece! No se puede conservar por mucho tiempo en un congelador o en una campana de vidrio (¿pueden compaginarse el amor con «la frialdad» o el «aislamiento incomunicado y aséptico»?). Como todo lo vivo, el amor

Un matrimonio feliz y para siempre

O crece o muere o, en el mejor de los casos, está a punto de

momificarse.

«Conservar» el amor, simplemente «conservarlo», es una tarea vana… que equivale a darle muerte: lo vivo no admite «conservación»; es preciso nutrirlo para que despliegue progresivamente todas sus posibilidades.

En cierto tono de broma comento a veces que ningún ser vivo puede permanecer inmóvil, que natural e inevitablemente tiende a desarrollarse y crecer… si recibe el alimento oportuno. Solo los japoneses tienen la paciencia para conservar en un aparente y forzado estadio primerizo sus famosos bonsáis; pero si quisiéramos hacer algo similar con nuestro matrimonio, lo convertiríamos en una caricatura, incapaz de sobrevivir.

Benavente afirmaba que el amor, todo amor pero especialmente el de varón y mujer, «tiene que ir a la escuela»: es preciso aprender poco a poco, durante toda la vida, a amar al otro cónyuge… de la forma concreta y particularísima en que él (¡y no yo, cada uno de nosotros!) necesita ser amado.

Y, concretando más, Balzac escribió: «El matrimonio debe luchar sin tregua contra un monstruo que todo lo devora: la costumbre». Su enemigo más insidioso es la rutina: perder el deseo de la creatividad originaria; porque entonces el amor acabará por enfriarse y perecer tristemente.
A veces se trata de un proceso lento, casi imperceptible en los inicios, y cuyas consecuencias sólo se advierten cuando la degradación se estima ya irreparable, aunque en realidad no lo sea: como la planta a la que se ha dejado de regar y que durante cierto tiempo parece mantener su lozanía, para de pronto, sin motivo inmediato aparente, marchitarse de forma definitiva.

— Lo más importante. ¿Quieres evitar esta desagradable trayectoria? He aquí el precepto

infalible: que, durante toda la vida, momento tras momento y circunstancia tras circunstancia, tu cónyuge sea para ti lo más importante. Más que los caprichos y las aficiones, cómo es lógico. Pero también, con lucha o sin ella, más que la profesión e incluso, si esta contraposición pudiera establecerse —que no puede—, más que los propios hijos… que son los primeros beneficiados de vuestro amor mutuo.

En consecuencia, cada uno de los cónyuges ha de buscar el modo de granjearse minuto a minuto el amor del otro, «obsesionarse» con hacerlo feliz: «conquistar» a su mujer, si se trata de los varones, y «seducirlo» día tras día —con toda la carga de este término— si se trata de las esposas.

Cada noche uno y otra tienen que responder con un sí sincero a las siguientes preguntas: ¿he dedicado hoy expresamente un tiempo, unos segundos al menos, para ver cómo podía darle una sorpresa o una alegría concreta a mi marido o a mi mujer?; ¿he puesto los medios para hacer

vida ese propósito?

Pues, en verdad, el cariño no se alimenta con la simple inercia o el paso del tiempo; hay que nutrirlo con multitud de menudos gestos y atenciones, con una sonrisa y también con un poco — ¡o un mucho!— de picardía: evitando todo lo que se intuye o se sabe por experiencia que al otro le desagrada, aunque fuera en sí mismo una nadería, y buscando por el contrario cuanto puede alegrarlo.

Como recuerda un autor norteamericano, «los matrimonios felices están basados en una profunda amistad. Los cónyuges se conocen íntimamente, conocen los gustos, la personalidad, las esperanzas y sueños de su pareja. Muestran gran consideración el uno por el otro y expresan su amor no sólo con grandes gestos, sino con pequeños detalles cotidianos».

Pero nada de ello se consigue sin esfuerzo. De acuerdo con la atinada comparación de Masson,

«el amor [sentimental] es un arpa eolia que suena espontáneamente; el matrimonio, un armonio que no suena sino a fuerza de pedalear»… aunque el resultado de tal «pedaleo» sea el de una felicidad indescriptible, que nadie es capaz de imaginar… hasta que hace la prueba.

— Estar en los detalles. No olvidemos lo que sostenía von Ebner-Eschenbach: «el amor vence a la muerte; pero, a veces, una mala costumbre sin importancia vence al amor».

Un ejemplo mínimo, pero que al término puede resultar relevante: la puntualidad. ¡Cuántas veces el marido sufre o incluso desearía renunciar a salir porque la esposa no está lista con la antelación suficiente para llegar en punto a una cita! O viceversa, ¡cuántas el retraso es causado por el marido, que se entretiene más de lo previsto en la resolución de cuestiones profesionales que muy bien pudieran e incluso debieran aguardar hasta el día siguiente!

Algo similar sucede con la hora del retorno a casa. Es fácil caer en la tentación de prolongar el momento final del trabajo, por comodidad o por miedo ante las exigencias que se encontrarán a la vuelta al hogar, ante los problemas que plantean los hijos o el otro cónyuge.

En tales circunstancias ¿cómo pretender que el que se ha esforzado por llegar a su hora, tras una espera al principio ilusionada con el deseo de abrazar al otro, no se vaya desalentando o incluso enfadando conforme avanzan las manecillas del reloj y resulte incapaz cuando por fin viene de acogerlo con una sonrisa? En ocasiones tiene lugar un imprevisto urgente, es cierto; pero ¡cuántas otras el retraso se debe a un capricho, al desorden, a la pereza o en definitiva al egoísmo y falta de delicadeza con el otro componente del matrimonio!

Cosa que asimismo ocurre cuando marido o mujer conceden un interés desmesurado a los asuntos profesionales o a las relaciones de amistad que de ellos surgen y descuidan la atención debida a su cónyuge, elaborando con excesiva frecuencia los propios planes al margen de él.

También en la vida íntima de la pareja las pequeñas atenciones y la ternura gozan de una importancia decisiva. Cuando faltan, el acto conyugal acaba por trivializarse, hasta reducirse a mera satisfacción de un impulso casi inhumano. Como sabemos, el lenguaje del cuerpo debe comprometer a la persona entera y tornarse «diálogo personal de los cuerpos»: una sinfonía que interpreta la persona toda tomando como instrumento sus dimensiones corpóreas.

Por eso, el cortejo y la ternura que conducen al trato íntimo no deben reducirse ni a los días ni a los momentos en que desean tenerse, sino que han de impregnar, de cariño y de atenciones, la vida entera en común de los componentes del matrimonio… en todos sus aspectos.

La mujer no deberá abandonarse, sino cultivar el propio atractivo y la elegancia. Como dice el conocido refrán, refiriéndose al arreglo y aderezo femeninos, «la mujer compuesta saca al hombre de otra puerta».

Por su parte, el marido —además de procurar también mostrarse elegante en todo momento, de acuerdo con las circunstancias— puede comenzar a ser infiel con sólo dejarse absorber excesivamente por la profesión, acumulando todo el peso de la casa y de los hijos sobre los hombros de su esposa.

— Todos responsables. Y aquí una puntualización se torna imprescindible. Suele afirmarse con verdad que el amor es cosa de dos; y también el matrimonio; y también las obligaciones familiares de todo tipo, especialmente lo relativo a la educación de los hijos… pero ¡incluido el cuidado del hogar!

Resulta bastante claro que el modo de distribuir las tareas domésticas depende de multitud de circunstancias, que sería inútil tratar de encorsetar con fórmulas fijas e inamovibles, de forma que lo que es competencia de uno se queda sin hacer si él o ella no lo llevan a cabo o, lo que es

peor todavía, a la presunta «falta de responsabilidad» de quien «abandona» sus cometidos le responde el otro omitiendo asimismo los suyos. Eso equivaldría a introducir dentro del matrimonio la «lógica del intercambio mercantilista», que es lo más opuesto a la gratuidad del amor.

También es patente que la mujer —esposa y madre— constituye en cierto modo el corazón de toda unión familiar, la que da el tono y el calor a la vida de familia. ¡Pero no de manera exclusiva, ni mucho menos! El orden en la casa, la limpieza, el arreglo de los desperfectos… compete con igual obligación que a la mujer al marido y, en su caso, a cada uno de los hijos, aunque para ello tengan que torcer un tanto sus inclinaciones espontáneas y adecuar su modo de ser y sus intereses a aquellos de quien más quieren.

Repito que esto no implica una concreta disposición ni asignación de las tareas del hogar, ni mucho menos un tanto por ciento, fijo y a priori, de participación en esos menesteres. Y añado que la coyuntura en que se encuentre cada mujer —su trabajo también fuera de la casa, entre los elementos más relevantes—, junto con la idiosincrasia característica y exclusiva de cada uno de los componentes de cada uno de los matrimonios, posee un peso determinante a la hora de plantear este asunto.

Pero el principio ha de quedar claro: considerando la cuestión desde su raíz, el deber de conservar la propia casa en las mejores condiciones para fomentar una convivencia armoniosa, pacífica y reparadora corresponde por igual no sólo a los dos cónyuges, sino, en proporción a su edad y posibilidades, a todos los miembros de la familia.

Por eso, cuando alguno de los componentes deje de cumplir sus «obligaciones», la respuesta inicial de los otros será la de suplirlo, dando por supuesto que se habrá visto impedido de llevarlas a cabo. Y solo cuando la situación se repita, con el tacto y la delicadeza oportunos, habrá que hacerle caer en la cuenta que de ese modo no contribuye a la concordia y la felicidad

del hogar.

Una vez centrada la cuestión, y antes de proponer algunos consejos más específicos para las mujeres y los maridos, tal vez convenga sugerir ciertas ideas aplicables a ambos:

II. Consejos para ambos cónyuges

1. El amor conyugal no es una simple pasión, ni un mero sentimiento… ni un enjambre más o menos rumoroso de ellos.
Aunque tales emociones a menudo lo acompañen y sea bueno que así ocurra, el verdadero amor entre los cónyuges es una donación total, definitiva y excluyente, fruto de un acto de libertad, de una determinada y libérrima determinación de la voluntad, que se decide de manera

irrevocable a querer al otro de por vida.

Como consecuencia, ser fieles significa renovar el propio «sí»… también —¡y sobre todo!— cuando en ocasiones nos resultara costoso.

2. Como antes apuntaba, al cónyuge hay que volverlo a enamorar cada jornada, sin olvidar que la boda no es sino el sillar de un grandioso edificio, que deben levantar y embellecer piedra a piedra, desvelo tras desvelo, alegría con alegría, entre los dos.

Si en el momento de la boda no se inaugurara una gran aventura, la mejor y mayor aventura de la vida humana, consistente en hacer crecer el amor y de este modo —¡amando yo más!— ser muy felices,… ¿tendría sentido casarse?

3. El amor se nutre de minúsculos gestos y atenciones. Evita, pues, las pequeñas menudencias

que molestan al otro cónyuge y busca, por el contrario, cuanto le satisface.

Si te sientes incapaz de hacer grandes cosas por él o por ella, no te preocupes ni te empeñes en buscarlas. Como en el resto de la vida humana, la clave del éxito no se encuentra en esa magnas gestas a menudo solo imaginarias, sino en el diminuto pero constante detalle de cada instante.

4. Al casarte, has aceptado libremente a tu consorte tal como es, con sus límites y defectos; pero esto no significa renunciar a ayudarle con amabilidad, tino y un poco de picardía a que mejore… queriéndolo cada vez más: lo decisivo es «soportar», en el sentido de ofrecer un apoyo incondicional y seguro, y no «soportar», en la acepción de aguantar sufridamente los presuntos defectos y manías del otro.

5. No te dejes absorber de tal manera por el trabajo, las relaciones sociales, las aficiones… que acabes por no encontrar tiempo para estar a solas y en las mejores situaciones con tu cónyuge (y para dedicar también tu atención al hogar y al resto de la familia).

6. Toma las decisiones familiares de común acuerdo con el otro componente del matrimonio, esforzándote por escucharlo e intentar comprender sus razones (la clave de la comunicación no reside en ser un buen «charlatán», sino, si se me permite la expresión que empleaba un conocido mío, un excelente «escuchatán»: ¡qué gran amigo aquel que simplemente sabe oírnos con atención!).

Y, en el caso de que, al no llegar a un acuerdo, hayas seguido su criterio, no se lo eches en cara si, por casualidad, de ahí se derivara algún inconveniente. Una vez tomada la decisión, tras sopesarla convenientemente, es exactamente igual de aquel que tomó la iniciativa como del que demostró la suficiente confianza para seguirla.

7. Respeta la razonable autonomía y libertad de tu consorte, reconociendo, por ejemplo, su

derecho a cultivar un interés personal, a atender y fomentar sus amistades, su vida de relación con Dios, sus sanas aficiones… sabiendo que, entonces, él o ella se esforzarán por no descuidar el cuidado y el mimo que tú mereces.

No te dejes arrastrar por los celos, que son ante todo una demostración de desconfianza hacia tu cónyuge… y que podrían dar origen a aquello mismo de lo que intentan defenderse o que pretenden evitar.

8. La alegría y el buen humor son como el lubricante imprescindible para que la vida de familia discurra sin fricciones ni atascos, que podrían minar la armonía entre sus miembros. Dentro de este contexto se advierte toda la importancia de los momentos de fiesta, auténticos motores del contento y la algazara familiares.

Procura, entonces, que algún detalle material modesto pero atractivo —en la comida, por ejemplo, o en la decoración del hogar— encarne y dé cuerpo al ambiente jubiloso del espíritu, cuando la fecha así lo reclame… o cuando lo estimes conveniente, aunque no exista «ningún motivo» para hacerlo… excepto el amor que tienes a tu familia.

9. Con todo el cariño del mundo, mantén en su lugar a tus padres, sin permitirles que se entrometan imprudentemente en vuestros asuntos. En ocasiones —y sobre todo al principio— será oportuno pedir ayuda, pero recuerda que cuando las reglas de juego están claras resulta más fácil conservar la armonía.

10. No tengas demasiado miedo a discutir, pero aprende a reconciliarte enseguida siguiendo el «decálogo del buen discutidor», que tal vez exponga en otro artículo.

E incluso esfuérzate —sólo es difícil las primeras veces— en sacar provecho de esas trifulcas,

reconciliándote lo más pronto posible con un acto de amor, manifestado por un jugoso abrazo, de mayor intensidad que los que existían antes del enfado.

Si procuras que las discusiones se produzcan muy de tarde en tarde, acabarás por comprobar lo que aseguraba un santo sacerdote de nuestro tiempo: que vale la pena reñir alguna que otra vez sólo para después poder hacer maravillosamente las paces.

III. Consejos a las mujeres

Por el bien de todos (no solo de la propia familia, sino, al cabo, del mundo entero), la primera responsabilidad de una esposa es conservar despierto y vibrante el amor del marido hacia ella: ¡al marido hay que seducirlo cada día!, como ya dije; conviene mucho ingeniárselas para que caiga en la cuenta de que más allá de los compromisos y éxitos profesionales o sociales, su mujer es el mayor bien que Dios le ha otorgado y el medio fundamental e imprescindible para conquistar la propia plenitud y la consiguiente dicha… y, en el caso de los creyentes, incluso la santidad.

Puede que el incremento de las obligaciones y preocupaciones, la atención a los hijos o al trabajo profesional, obliguen a la mujer a distanciar y acortar los ratos de exclusiva dedicación a su esposo. La solución podría estar, más que en la cantidad de tiempo que le consagre, ¡que siempre debería ser el mayor posible!, en los pequeños y reiterados detalles que exigen algún esfuerzo pero manifiestan el cariño.

Por ejemplo, cualquier esposa habrá de interesarse por el trabajo de su cónyuge, por sus proyectos y por sus dificultades profesionales, por sus aficiones. Con la discreción y prudencia oportunas, no debe desentenderse de ámbitos tan importantes para su marido como normalmente es la profesión o los restantes que he enunciado.

Si lo quiere de veras, es lógico que le interese cuanto a él le interesa, entusiasma o preocupa, incluido, si es el caso, con o sin esfuerzo, el equipo de fútbol.

— A modo de «decálogo». Quizás a alguna le pueda ayudar el releer de tanto en tanto el siguiente «decálogo para la mujer»:

1. Quiere a tu marido también cuando otro hombre te parezca más comprensivo, más educado, más atento, más divertido… o incluso simplemente más elegante o más guapo.

2. No estropees la relación con él por cosas que en un momento te pueden parecer importantísimas —el orden y la limpieza de la casa, en los que también él debe sentirse responsable, o incluso tu carrera profesional, si trabajas fuera del hogar—, pero que en realidad

y a la larga y en fin de cuentas, no lo son tanto.

3. No lo asaltes en cuanto llega a casa, atosigándolo con tus problemas —profesionales o familiares—, aun cuando durante todo el día hayas estado esperando, lógicamente, la ocasión de desahogarte con la persona que más quieres y mejor te escucha y comprende.

4. Prepárale su plato preferido cuando intuyas que lo necesita (o deja que él os lo prepare, si le gusta…, a pesar del desbarajuste que pueda organizarte en la cocina): el marido se gana también a través del estómago.

No es falta de romanticismo ni de delicadeza… ni menos aún una especie de «juego sucio», sino puro sentido común y conciencia clara de la intimísima unidad del ser humano, el tener en cuenta estos aspectos

5. No lo atormentes con excesos de celos, no lo ofendas con tus dudas (evita incluso imaginarlas), no seas irónica.

6. No te engañes, pensando que con otro hombre es posible mantener una relación de simple amistad… incluso íntima, sin correr el riesgo de ser infiel a tu marido; ni, mucho menos, te «diviertas» jugando a «interesar» a otros hombres.

7. No te lamentes confidencialmente con un amigo de los defectos de tu esposo, porque éste podría ser el primer paso hacia la deslealtad: ¡los amigos resultan siempre tan comprensivos!

8. No exageres las contrariedades ni finjas un excesivo dolor, para inducir a tu marido a hacer lo que deseas. Decirle con sencillez lo que necesitas o simplemente te hace ilusión constituye una muestra de confianza, que él te agradecerá y os unirá más todavía.

9. Cuida tu aspecto externo. Aunque pueda sonar a broma, y ciertamente está expresado con humor, el rostro se asemeja mucho a una obra de arte, que con el tiempo tiene necesidad de una amable restauración.

Por eso procura no presentarte nunca ante tu marido como no lo harías ante una conocida dispuesta a juzgar de tu belleza. Y conténtate y sé feliz, más conforme pasen los años, con gustarle a él: no aspires a gustarte a ti misma —eres tu crítica más exigente— ni admitas comparaciones con tus amigas o con otras personas de tu mismo sexo.

10. No envidies a las otras mujeres, ni siquiera interiormente, ni pongas como ejemplo a sus esposos. Harás que el tuyo se sienta fracasado, que es una de las cosas que más duelen y peor soportan los varones. (La conversación entre las dos esposas del púgil y el manager protagonistas de Cinderella Man lo refleja con una brevedad y precisión casi insuperables).

IV. Consejos a los maridos

«Oficio es el del marido que ocupa todo el día», subrayó con acierto Bennet. No obstante, hay maridos que parecen prestar más atención al coche o al ordenador que a su mujer (y a sus hijos y a su hogar, creando el oportuno e imprescindible ambiente de familia). Cuántas veces el empeño por mejorar la posición profesional o económica resulta infinitamente superior al desplegado para mantener pujante e incrementar el amor hacia la esposa… y cuántas se comprueba que tal actitud no solo mina en sus raíces la armonía y la felicidad conyugal, sino el mismo rendimiento en el trabajo.

Gradualmente, al menos en determinados países, se está llegando a un pleno reconocimiento de la igual dignidad de la mujer y de sus derechos y a una mayor conciencia de la importancia de su

función en la sociedad. Ya no sorprende que las mujeres trabajen también fuera de casa o que ocupen puestos de gran responsabilidad. Este tipo de mujer por lo común es apreciada, escuchada, bien pagada y goza de períodos de descanso remunerado. Todo eso parece desvanecerse el día en que se casa, comienza a tener hijos y, para poderse ocupar de ellos y del hogar, renuncia al menos en parte a su carrera profesional. En la vida de madre y de ama de casa pueden desaparecer como por ensalmo el tiempo libre, la estima de los demás, la paga generosa, las vacaciones, etc.

Pero, ¿se trata ciertamente de una situación irremediable?

Parece claro que en la atención a la casa la semana de 40 o de 35 horas no será ya posible. Pero quien se consagra por completo al trabajo del hogar, al cuidado y educación de los hijos, con toda la profesionalidad, el esfuerzo y la paciencia que llevan consigo, merece tanta o más estima que la reclamada por una mujer con una brillante carrera en el ámbito público.

De ahí que el marido, además de dejar clara constancia de su sincero y agradecido reconocimiento por el trabajo de su esposa en el hogar, deberá hacerse cargo de las tareas que en esta esfera le corresponden por justicia, echando sobre sus espaldas algunas de esas ocupaciones e incrementándolas generosamente más allá de lo «en justicia debido» en los momentos especialmente críticos: cuando llegan las fiestas, durante los embarazos, antes y después del nacimiento de un hijo, etc.

Hay días en que una mujer, por motivos que a los varones a veces se nos antojan incomprensibles o carentes de peso, se siente particularmente cansada; ¡cómo agradecerá entonces que su esposo sepa advertirlo, se lo valore y con toda naturalidad asuma en la atención del hogar incluso los asuntos que de ordinario le corresponden a ella!

— Para que no «se sientan menos». Y he aquí también un «decálogo» para el marido… hasta cierto punto simétrico al de las esposas:

1. Quiere a tu mujer más que a cualquier otra, también cuando el paso de los años la vaya dejando en desventaja física —¡no en belleza, que es algo mucho más elevado y personal!— respecto a las más jóvenes.

2. No pases demasiado tiempo con ella lamentándote del trabajo… y nunca montes una escena porque ella «no comprende su verdadera importancia»; interésate más bien por sus problemas y por los de los hijos.

3. Escribe bien grande en tu agenda la fecha de vuestra boda, del santo y del cumpleaños de tu mujer y de los restantes aniversarios en que agradecerá detalles especiales por tu parte. Y si eres de los «ya informatizados», haz que la alarma suene bien fuerte los dos o tres días anteriores… para ir preparando el terreno.

4. No olvides que tu madre es la suegra de tu mujer (y que una y otra, de manera no consciente ni voluntaria pero según algunos casi instintiva, pueden tender a acaparar en exclusiva tu cariño); presta atención, por tanto, a prevenir celos y a evitar una excesiva injerencia en tu familia.

5. No tengas vergüenza de decirle que la quieres, aun cuando «ya lo sabe», y de demostrárselo en cosas concretas, como el interés por su salud y su trabajo, o sorprendiéndola de vez en cuando con el regalo que casi inconscientemente espera o con esa escapada no prevista que tanto le gustan.

Tales manifestaciones de afecto, expresas y reiteradas, son imprescindibles para tu esposa… y para ti mismo, que reafirmas, consolidad y haces crecer, al concretarlo en gestos y palabras, el

amor que sientes por ella.

6. No caigas en la vil y ya trasnochada banalidad de pensar que la infidelidad masculina es menos grave que la de la mujer.

7. Convéncete, sobre todo si tienes mentalidad empresarial, de que el negocio más importante de tu vida es tu familia: tu mujer y tus hijos. Por eso, no pienses que basta con llevar a casa el dinero necesario.
Considera más bien de vez en cuando lo que, con una franca sonrisa, aseguraba aquel padre de familia animoso y entregado, excelente marido, profesional de prestigio, amigo generoso de numerosos amigos: «tengo tantas cosas estupendas e interesantes que hacer, que casi no me queda tiempo para dedicarme a ganar dinero».

(De manera paradigmática, aunque irrealizable, lo encarnan los personajes principales de Vive

como quieras: You can ́t take it with you, de Frank Capra. Y tal vez con un poco más de realismo, aunque siempre en el tono típico de las comedias, los míticos Cary Grant y Katharine Hepburn en la espléndida aunque no muy conocida Vivir para gozar: Holiday).

8. Cuando vuelvas al hogar, empieza por cumplir tus obligaciones con tu mujer (y con tus hijos); después, si te queda tiempo, y normalmente será bueno que te quede, leerás el periódico o verás la tele.
Y evita la mentalidad de mártir por hacer aquello que debería ser una fuente de gozo.

9. Por amor a tu mujer y por estricta justicia no abandones tu físico y procura una cierta elegancia —en el vestido, en el porte, en el modo de hablar, en las posturas…— también cuando estés en casa. (Y no olvides que el tono humano que marques en tu hogar, el empeño para que sepan apreciar lo bello, representa uno de los elementos que, por ósmosis, más influyen en la educación de tus hijos).

10. Encuentra el tiempo necesario para dedicarlo a tu mujer y a tus hijos, renunciando si fuera menester a intereses o comodidades personales.

Tomás Melendo Granados Catedrático de Filosofía Director de los Estudios Universitarios sobre la Familia Universidad de Málaga